Estetica, Etica Y Hermeneutica (Paidos Bascia) - PDF Free Download (2024)

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Michel Foucault

Estética, ética y hermenéutica Obras esenciales, Volumen III

PAIDÓS Barcelona • Buenos Aires • México

Título original: Dits et écrits Tomo III: nos 220, 221, 222, 229, 232, 233, 234, 239, 264, 269, 274 Publicado en francés en 1994 por Éditions Gallimard, Paris Tomo IV: nos 285, 295, 297, 304, 312, 323, 329, 330, 339, 342, 345, 350, 354, 356, 358, 360, 363 Publicado en francés en 1994 por Éditions Gallimard, Paris Traducción de Ángel Gabilondo Cubierta de Mario Eskenazi Obra publicada con la ayuda del Ministerio Francés de la Cultura

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 1994 Éditions Gallimard Para el texto original n° 345: © 1984 PUF (París), y © 1994 Éditions Gallimard © 1999 de la traducción, Ángel Gabilondo © 1999 de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos Aires ISBN: 84-493-0711-2 ISBN: 84-493-0586-1 (Obra completa) Depósito legal: B-37.203/1999 Impreso en A & M Gràfic, S.L. 08130 Sta. Perpetua de Mogoda (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

Sumario La creación de modos de vida, Angel Gabilondo 1. La evolución del concepto de «individuo peligroso» en la psiquiatría legal del siglo xix 2. Diálogo sobre el poder 3. La locura y la sociedad 4. La incorporación del hospital en la tecnología moderna . . 5. La filosofía analítica de la política -> 6. Sexualidad y poder 7. La escena de la filosofía 8. La «gubernamentalidad» 9. Un placer tan sencillo 10. ¿Es inútil sublevarse? 11. Nacimiento de la biopolítica 12. El filósofo enmascarado • 13. Sexualidad y soledad 14. Las mallas del poder : 15. Subjetividad y verdad 16. El combate de la castidad 17. La hermenéutica del sujeto 18. La escritura de sí 19. Estructuralismo y postestructuralismo 20. ¿Qué es la Ilustración? 21. Polémica, política y problematizaciones 22. Foucault 23. El cuidado de la verdad 24. El retorno de la moral 25. La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad . . . 26. Michel Foucault, una entrevista: sexo, poder y política de la identidad

9 37 59 ^ 73 97 111 129 149 175 199 203 209 >" 217 225 235 ** 255 >• 261 275 289 / 307 335 353 363 369 381 393 / 417

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27. Espacios diferentes 28. Las técnicas de sí

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LA CREACIÓN DE MODOS DE VIDA Resulta difícil sustraerse a la extraña sensación que se experimenta cuando en el volumen I de Dits et écrits, ' tras la lectura de los últimos días de Foucault y una vez que todo parecería haber acabado, se encuentra en la página de la derecha: «1954». Comienza el corpus de los textos. Con la aparición de la introducción a Le Rêve et l'Existence de L. Binswanger, se inicia la publicación de una serie de trabajos que ocupan treinta años y que nos conducen de nuevo a ese 25 de junio de 1984 en el que muere Foucault. Y más allá. Y más acá. Se produce una circularidad entre estas páginas, un retorno en el gesto de la lectura, que es, a la par, la esfumación de quien habla, la no remisión del sentido de lo que dice a su intención, la necesidad de perder el rostro, la urgencia de no reducirse a una lectura lineal; en definitiva, una espacialidad en la que de 1984 a 1954 se abren en retorno los márgenes de un afuera que atraviesa los textos y no se limita a rodearlos.

EL CUERPO DE OTRA MANERA

No parece descabellado decir que los textos que encuentran espacio y se ofrecen en este volumen corresponden a lo que podría denominarse la época de otra historia de la sexualidad. No ya sólo porque en estos años, 1978-1984, se gestan las «Modificaciones» con las que comienza El uso de los placeres,2 que suponen un importante desplazamiento del plan inicial, una reorganización en la 1 Dits et Écrits (1954-1988), (D.E.), Defert (D.) y Ewald (F.) (comps.), Paris, Galllimard, 1994, 4 vols. Véase 1.I, 1954-1969, págs. 64 y 65. «Modifications», en L'usage des plaisirs. Histoire de la sexualité 2, Paris, Gallimard, 1984, págs. 1-19, véanse págs. 12-13 (trad, cast.: El uso de los placeres. Historia de la sexualidad 2, Madrid-México, Siglo xxi, 3a éd., 1987, págs. 7-16, véase Págs. 11-12).

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que irrumpe con fuerza la hermenéutica de sí, la historia de la verdad, el análisis de los juegos de lo verdadero y de lo falso, la constitución histórica del ser como experiencia, lo que hace posible que pueda y deba ser pensado. Quizá también porque prácticamente los volúmenes 2 y 3 son sus libros de estos años, tras la aparición, en concreto, en 1978, de Herculine Barbin, dite Alexina B., en el que se atisba un modo de trabajar y de cuidar los materiales, y donde, una vez más, se trata de dar a la libertad forma y existencia bellas en las que se juega la verdad. El sexo se muestra, entonces, como la posibilidad de acceder a una vida creadora que es una completa labor de estilización de la libertad. Y toda esta serie de «artes de existencia» y «técnicas de sí» se inscribe en una historia de la estética de la existencia y de la tecnología de sí que se concreta en la pro- ! blematización, en este caso, del comportamiento sexual. Se trataría I de iaro jfl del trabajo, a los individuos de los que sin duda se espera que sólo I de una manera temporal no puedan trabajar. A partir de este momento y por estas razones se sustituye la figura del loco, que no era enfermo mental, por esa nueva figura qué" es el enfermo mental. El enfermo mental es siempre alguien obteniH do a partir del cuádruple sistema de exclusión del que hablaba a l l principio, pero ahora, en función de las exigencias de la sociedad 1 capitalista, ha recibido el estatus de enfermo, es decir, de individuo al que se debe curar,.para volverle a introducir en el circuito del tra-1 bajo ordinario, del trabajo normal, es decir, del trabajo obligatorio. í Esta modulación particular de la exclusión capitalista es la que ha hecho nacer en Occidente el perfil singular del enfermo mental, es decir del loco que sóloestá loco en la medida en_que es víctima de una enfermedadrEste mismo sistema ha hecho nacer, paralelamen-.; te, o más bien frente a este enfermo mental, una figura que hasta entonces no había existido nunca, el psiquiatra. En toda esta historia, hay una cosa curiosa y es que, en (Deciden» te, jamás había existido antes del siglo xrx un personaje como el psiquiatra. Ciertamente, existían médicos que se interesaban por determinados fenómenos próximos a la locura, por los desórdenes del lenguaje, por los desórdenes de la conducta, pero jamás se había ttifl nido la idea de que la locura fuera una enfermedad suficientemenlB te especial para merecer un estudio singular y merecer, en conseH cuencia, ocupar la atención de un especialista como el psiquiatra. En cambio, a partir del siglo xix, cuando se instaura el sistema de la hospitalización de dos cabezas, la hospitalización orgánica H la hospitalización psicológica, se crea la nueva categoría social del psiquiatra. Así es, a grandes rasgos, como quería reconstituir esta histortH de la transformación de la figura del loco. Quería mostrar que nues-

LA LOCURA Y LA SOCIEDAD

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tras sociedades, por más que sean sociedades industriales desarrolladas, siguen otorgando al loco el mismo viejo estatus que se encontraba en el siglo XVII, en la Edad Media y que se puede encontrar en las sociedades primitivas. Nuestras sociedades dependen siempre de un análisis etnológico; su juego de exclusión y de inclusión merece, como en cualquier sociedad, una descripción de tipo sociológico y etnológico. Pero sobre este fondo de la vieja exclusión etnológica del loco, el capitalismo ha formado un número de criterios nuevos, ha establecido ciertas exigencias nuevas: por ello, el loco ha adoptado en nuestras sociedades el rostro del enfermo mental. El enfermo mental noj^Uiyerdadjjorfin.descubiertadel fenómeno de la locura, es suayatajjjropiamejitexapitalista ett-laJustena-@tnoïogica del loco.

4. LA INCORPORACIÓN DEL HOSPITAL EN LA TECNOLOGÍA MODERNA «Incorporación del hospital en la tecnología moderna» («L'incorporation de l'hôpital dans la technologie moderne»), en Revista centroamericana de Ciencias de la Salud, año 4, n° 10, mayo-agosto de 1978, págs. 93-104. (Conferencia pronunciada en el curso de medicina social del Instituto de Medicina Social, Centro Biomédico, de la Universidad Estatal de Río de Janeiro, octubre de 1974.) ¿Cuándo empezó a considerarseel liospjtaLçomo_un instrumento terapéutico, insJrumejQío.de.ir^ instrumento capaz, porjsíjnjjsmo o por algunos de sus efectos, de curar a uí^rifermo? El hospital como instrumento terapéutico es un concepto relativamente moderno que data de fines del siglo xvm. Alrededor de 1760, surge la idea de que el hospital puede y debe ser un instrumento destinado a curar al enfermo. Esto se produce a través de una nueva práctica: la visita y la observación sistemática y comparada de los hospitales. En Europa se empiezan a realizar una serie de viajes de estudio. Entre ellos, el del inglés Howard, 3 quien recorrió los hospitales y las prisiones del continente en el período de 1775-1780, y el del francés Tenon, b a petición de la Academia de Ciencias, en el momento en el que se planteaba el problema de la reconstrucción del Hôtel-Dieu de París. Esos viajes de estudio presentaban varias características: 1. Su finalidad consistía en definir, con base en la encuesta, un Programa de reforma o de reconstrucción de los hospitales. Cuana

Howard (J.), The State of Prisons in England and Wales, Londres, Warrington, 2 vols., 1777-1780. b Tenon (J. R.), Mémoires sur les hôpitaux de Paris, Paris, Royez, 1788.

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do en Francia la Academia de Ciencias decidió enviar a Tenon a diversos países de Europa para indagar acerca de la situación de los hospitales, éste expresó una frase que me parece muy importante: «Los propios hospitales ya existentes deben juzgar los méritos o defectos del nuevo hospital». Se considera, entonces, que ninguna teoría médica es suficiente,! por sí misma, para definir un programa hospitalario. Además, ningún plano arquitectónico abstracto puede ofrecer la fórmula para un buen hospital. Se trata de una cuestión compleja cuyos efectos y consecuencias no se conocen bien. El hospital actúa sobre las enfermedades y es capaz, en ocasiones, de agravarlas, multiplicarlas o atenuarlas. Únicamente una indagación empírica sobre ese nuevo objeto, el hospital, interrogado y aislado de una manera asimismo nueva, será capaz de ofrecer una idea de un programa moderno de cons-: trucción de hospitales. El hospital deja entonces de ser una simple figura arquitectónica y pasa a formar parte de un hecho médicohospitalario que se debe estudiar de la misma manera que se estudian los climas, las enfermedades, etc. 2. Estas indagaciones proporcionaban pocos detalles sobre el aspecto externo del hospital y la estructura general del edificio. Ya no eran descripciones de monumentos, como las que hacían los clásicos viajeros de los siglos xvn y xvín, sino descripciones funcionales. Howard y Tenon daban cuenta, en efecto, del número de enfermos por hospital, de la relación entre el número de pacientes y el número de camas, del espacio útil de la institución, del tamaño y altura de las salas, de la cantidad de aire de que disponía cada enfermo, y de la tasa de mortalidad o de curación. También trataban de determinar las relaciones que pudieran existir entre fenómenos patológicos y especiales. Por ejemplo, Tenon investigaba en qué condiciones especiales se cuidaban mejor los casos hospitalizados por heridas y cuáles eran las circunstancias menos favorables para los heridos. Así establecía una correlación entre la tasa creciente de mortalidad entre los heridos y su proximidad con enfermos de fiebre maligna, como se decía en aquella época. Demostraba también que la tasa de mortalidad de las parturientas aumentaba si éstas se encontraban alojadas en una sala situada encima de la de los heridos. Tenon estudiaba asimismo los recorridos, desplazamientos y movimientos en el seno del hospital, particularmente el trayecto que seguían la ropa blanca, sábanas, la ropa vieja, los trapos utili-,; zados para curar a los heridos, etc. Investigaba quién transportaba

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eS e material y adonde se llevaba, dónde se lavaba y a quién se distribuía. Según él, ese trayecto explicaría diferentes hechos patológicos propios de los hospitales. Analizaba también por qué la trepanación, una de las operaciones practicadas con más frecuencia en aquella época, solía resultar más satisfactoria en el hospital inglés de Bethléem que en el HôtelDieu de París. ¿Habría factores internos de la estructura hospitalaria y de la distribución de los enfermos que explicaran esa circunstancia? La cuestión se planteaba en función de la situación de las salas, de su distribución y de la transferencia de la ropa blanca. 3. Los autores de esas descripciones funcionales de la organización médico-espacial del hospital no eran arquitectos. Tenon era médico, y como tal, la Academia de Ciencias le designó para que visitara hospitales; Howard no lo era, pero fue un precursor de los filántropos y poseía una competencia casi sociomédica.

Así es como aparece un nuevo modo de ver el hospital, al que se considera como un mecanismo para curar, y que para ello debe, en primer lugar, corregir los efectos patológicos que pudiera producir. Cabría alegar que eso no es ninguna novedad, pues desde hacía mucho tiempo existían hospitales dedicados a cuidar a los enfermos; lo único que tal vez se pueda afirmar es que^en_el siglo xyin se descubrió que los hospitale&Jio curaban tantQ CQmo_debían, y que no se trata más que de un refinamiento de las exigencias formuladas sobre el instrumento hospitalario. Quisiera expresar una serie de objeciones a esa hipótesis. El hospital que funcionaba en Europa desde la Edad Media no era, en modo alguno, un medio de cura, ni había sido concebido para ello. En la historia de los cuidados otorgados al enfermo en Occidente, hubo en realidad dos categorías distintas que no se superponían, que a menudo se encontraban, pero que fundamentalmente diferían, a saber: la medicina y el hospital. El hospital, como institución importante e incluso esencial para la vida urbana de Occidente desde la Edad Media, no constituye una institución médica. En esa época, la medicina no es una profesión hospitalaria. Conviene recordar esa situación para comprender la innovación que en el siglo xvín representó la introducción de una medicina hospitalaria o un hospital médico-terapéutico. Trataré de mostrar la divergencia de esas dos categorías a fin de situar dicha innovación. Con anterioridad al siglo xvm, el hospital era esencialmente una mstitución de asistencia a los pobres, pero al mismo tiempo era

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una institución de separación y exclusión. El pobre, como tal, nece-l sitaba asistencia y, como enfermo, era portador-de-enfermedades y posible propagador de éstas. En resumen, ^ra_rjeligroso. De ahí la necesidad de la existencia del hospital, tanto para recogerlo, como para proteger a íns H^más HPI peligro qije fl representaba. Hasta el siglo xvm, el personaje_^deal.deliipspital no era, por tanto, el enfer-i mo al que había quecuxar sino el pobre que. ya estaba moribundo. Se trata de una persona que precisajtsjstenjçiâJiiaterial.y espiritual, que tiene necesidad de recibir los últimos auxilios y los sacxamenl tos. Ésta era la función esencial del hospital. Se decía entonces —y con razón— que el hospital era un lugaral. que se iba a morir. El personal hospitalario no se esforzaba en curar at enfermo sino en algo bien diferente, en obtener su salvación. Era un personal caritativo (religioso o laico) que estaba en el hospita para hacer obras de misericordia que le garantizaran la salvación eterna. Por consiguiente, la institución servía para salvar el alma del pobre en el momento de la muerte y también la del personal quejo I cuidaba. Ejercía una función en la transición de la vida a la muerte, de salvación espiritual, mucho más que una función material, separando los individuos peligrosos del resto de la población. Para el estudio del significado general del hospital en la Edad Media y en el Renacimiento debe leerse Le Livre de la vie active de l'Hôtel-Dieu , c escrito por un parlamentario que fue administrador del Hôtel-Dieu, en un lenguaje lleno de metáforas —una especie de Roman de la rose de la hospitalización—, pero que refleja perfectamente la mezcla de funciones de asistencia y de conversión espiritual que incumbían por entonces al hospital. Éstas eran las características del hospital hasta principios del siglo xviii. El «hospital general», lugar de internamiento, donde se yuxtaponían y mezclaban enfermos, locos, prostitutas, etc., es todavía a mediados del siglo xvn una especie de instrumento mixto de exclusión, de asistencia y de conversión espiritual que ignora la función médica. En cuanto a la práctica médica, ninguno de los elementos que la integraban y le servían de justificación científica la predestinaban a ser una medicina hospitalaria. La medicina medieval e incluso la de los siglos xvn y xym era profund^men^indjyklualista. Individualista por parte del médico al que seje reconocía esta condición c

Maître Jehan Henri {chantre de Notre-Dame y presidente de la «Chambre des enquêtes» del Parlamento), Le Livre de vie active des religieuses de l'Hôtel-Dieu de Paris, Paris, 1480.

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después de una. iniciación garantizada por la propia corporación médica y que comprendía un conocimiento de los textos y la transmisión de recetas más o menos secretas o públicas. La experiencia hospitalaria no se incluía en la formación ritual del médico. La intervención del médico en la enfermedad giraba en torno al concepto de crisis. El médico debía observar al enfermo y a la enfermedad desde la aparición de los primeros síntomas, para determinar el momento en el que debía producirse la crisis. En esta lucha entre la naturaleza y la enfermedad, el médico debía observar los signos, pronosticar la evolución, y favorecer en la medida de lo posible el triunfo de la salud y la naturaleza sobre la enfermedad. En la cura entraban en juego la naturaleza, la enfermedad y el médico. En esta lucha, el médico desempeñaba una función de predicción, de arbitro y de aliado de la naturaleza contra la enfermedad. La cura casi adoptaba la forma de batalla, y no se podía desenvolver sino a través de una relación individual entre el médico y el enfermo. La idea de una larga serie de observaciones en el seno del hospital, que permitiera poner de manifiesto las generalidades de una enfermedad y sus elementos particulares, etc., no formaba parte de la práctica médica. Así, no había nada en la práctica médica de esta época que permitiera la organización de los conocimientos hospitalarios, ni tampoco la organización del hospital permitía la intervención de la medicina. En consecuencia, hasta mediados del siglo xvm, el hospital y la medicina siguieron siendo campos separados. ¿Cómo se produjo la transformación, es decir, cómo se «medicalizó» el hospital y cómo se llegó a la medicina hospitalaria? El factor principal de la transformación no fue la búsqueda de una acción positiva del hospital sobre el enfermo o la enfermedad sino simplemente la anulación de los efectos negativos del hospital. No se trataba, en primer lugar, de medicalizar el hospital sino de purificarlo de sus efectos nocivos, del desorden que ocasionaba. Y en este caso se entiende por desorden las enfermedades que esa institución podía engendrar en las personas internadas y propagar en la ciudad en que estaba situada. De ahí que el hospital constituyera un foco perpetuo de desorden económico y social. Esta hipótesis de la «medicalización» del hospital mediante la eliminación del desorden que producía se puede confirmar por el hecho de que la primera gran organización hospitalaria de Europa aparece en el siglo xyn, esencialmente en los hospitales marítimos y militares. El punto de partida de la reforma hospitalaria no fue el hospital civil sino el marítimo, lo que se debió a que este último era

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un lugar de desorden económico. En efecto, a través de él se traficaban mercancías, objetos preciosos y otras materias raras procedentes de las colonias. El traficante fingía estar enfermo y al desembarcar era conducido al hospital, donde escondía los objetos sustraídos y así eludía el control económico de la aduana. Los grandes hospitales marítimos de Londres, Marsella o La Rochelle eran lugares de un enorme tráfico contra el que protestaban las autoridades fiscales. Así pues, el primer reglamento de hospital, que aparece en el siglo xvii, se refiere a la inspección de los cofres que los marineros, médicos y boticarios retenían en los hospitales. A partir de ese momento se podían inspeccionar los cofres y registrar su contenido; si se encontraban mercancías destinadas al contrabando, sus propietarios serían castigados. Surge, de este modo, en este reglamento una primera indagación económica. Por otra parte, aparece en esos hospitales marítimos y militares otro problema, el de la cuarentena, es decir, el de las enfermedades epidémicas que podían traer Tas "personas que desembarcaban. Los lazaretos establecidos, por ejemplo, en Marsella y La Rochelle constituyen una especie de hospital perfecto. Pero se trata esencialmente de un tipo de hospitalización que no concibe el hospital como un instrumento de cura sino más bien como un medio de impedir la constitución de un foco de desorden económico y médico. Si los hospitales marítimos y militares se convirtieron en modelos de la reorganización hospitalaria, es porque con el mercantilismo Jas reglamentaciones económicas se hicieron más estrictas y también porque el valor del hombre aumentaba cada vez más. En efecto, precisamente en esa época la formación del individuo, su capacidad y : sus aptitudes empiezan a tener un precio para la sociedad. Examinemos el ejemplo del ejército. Hasta la segunda mitad del siglo xvii no había dificultad alguna para reclutar soldados, bastaba con tener algunos recursos financieros. Había por toda Europa desempleados, vagabundos, miserables, dispuestos a enrolarse en el ejército de cualquier potencia nacional o religiosa. A fines del si- | glo xvii, con la introducción del fusil, el ejército se vuelve mucho más técnico, sutil y costoso. Para aprender a manejar un fusil se I precisan ejercicios, maniobras y adiestramiento. Así es como el | precio de un soldado excede del de un simple trabajador y el costo del ejército se convierte en un importante capítulo presupuestario para todos los países. Además, una vez formado un soldado no se le puede dejar morir. Si muere ha de ser como soldado, en una bata- , lia, y no por causa de una enfermedad. No hay que olvidar que en el

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siglo xvii el índice de mortalidad de los soldados era muy elevado. Por ejemplo, un ejército austríaco que salió de Viena hacia Italia perdió las cinco sextas partes de sus hombres antes de llegar al lugar de combate. Estas pérdidas por causa de las enfermedades, de las epidemias o de las deserciones constituían un fenómeno relativamente común. A partir de esta transformación técnica del ejército, el hospital militar se convirtió en una cuestión técnica y militar importante: 1 ) era preciso vigüar^ajos hombres en el hospital militar para que no desertaran, ya que habían sido adiestrados con un costo considerable; 2) había que curarlos para que no fallecieran a causa de la enfermedad; 3) había que evitar que, una vez restablecidos, fingieran estar todavía enfermos para permanecer en cama, etc. En consecuencia, surge una reorganización administrativa y política, un nuevo control por parte de la autoridad en el recinto del hospital militar. Y lo mismo ocurre con el hospital marítimo a partir del momento en que la técnica marina se complica mucho más y tampoco se está dispuesto a perder a una persona formada con un considerable costo. ¿Cómo se llevó a cabo esta reorganización del hospital? La readecuación de los hospitales marítimos y militares no se fundó sobre una técnica médica sino, esencialmente, sobre una tecnología que se podría denominar politi.cjLL.la disciplina. La disciplina es una técnica de ejercicio de poder que no fue, propiamente hablando, inventada, sino más bien elaborada durante el siglo XVTII. De hecho, ya había existido a lo largo de la historia, por ejemplo, en la Edad Media e incluso en la Antigüedad. Al respecto, los monasterios constituyeron un ejemplo de lugar de dominio en cuyo seno reinaba un sistema disciplinario. La esclavitud y las grandes compañías esclavistas existentes en las colonias españolas, inglesas, francesas, holandesas, etc., eran también modelos de mecanismos disciplinarios. Podríamos remontarnos a la legión romana y en ella también encontraríamos un ejemplo de disciplina. Por consiguiente, los mecanismos disciplinarios datan de tiempos antiguos, pero aparecen de una manera aislada, fragmentada, hasta los siglos xvn y xvín, en los que el poder disciplinario se perfecciona y llega a ser una nueva técnica de gestión del hombre. Con frecuencia se habla de las invenciones técnicas del siglo xvn —la tecnología química, la metalurgia, etc.— y, sin embargo, no se menciona la invención técnica de esa nueva manera de gobernar al hombre, controlar sus múltiples aspectos, utilizarlos al máximo y mejorar el efecto útil de su trabajo y de sus actividades, gracias a

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un sistema de poder que permite controlarlo. En los grandes talleres que empiezan a crearse, en el ejército, en las escuelas, cuando se observan en Europa los enormes progresos de la alfabetización, aparecen esas nuevas técnicas de poder que constituyen los grandes inventos del siglo XVII. A partir de los ejemplos del-ejército_y la^scuela, ¿qué es lo que surge en esa época? 1. Un arte de distribución espacial de los individuos. En el ejército del siglo xvn los individuos estaban amontonados formando un conglomerado, con los más fuertes y más capaces al frente y los que no sabían luchar, los que eran cobardes y amenazaban con huir en los flancos o en el medio. La fuerza de un cuerpo militar radicaba entonces en el efecto de la densidad de esta masa de hombres. En el siglo xvm, por el contrario, a partir del momento en que el soldado recibe un fusil, es preciso estudiar la distribución de los individuos y colocarlos debidamente en el lugar en que su eficacia pueda llegar al máximo. La disciplina del ejército empieza en el momento en que se enseña al soldado a colocarse, desplazarse „y_ estar en el lugar en el que hay que estar. También en las escuelas del siglo xvn los alumnos se encontraban aglomerados. El maestro llamaba a uno de ellos y durante algunos minutos le proporcionaba alguna enseñanza y luego lo mandaba de nuevo a su lugar, para llamar a otro y así sucesivamente. La enseñanza colectiva ofrecida simultáneamente a todos los alumnos suponía una distribución espacial de la clase. La disciplina es ante todo un análisis del espacio; es la individualización por el espacio, la colocación de los cuerpos en un espacio individualizado que permita la clasificación y las combinaciones. 2. La disciplina no ejerce su control sobre el resultado de una acción sino sobre su desarrollo. En los talleres de tipo corporativo del siglo xvn, lo que se exigía al obrero o al maestro era la fabricación de un producto con determinadas cualidades. La manera de fabricarlo dependía de lo que se transmitía de una generación a otra. El control no afectaba al modo de producción. De la misma manera, se enseñaba al soldado a combatir, a ser más fuerte que el adversario en la lucha individual o en el campo de batalla. A partir del siglo xvín se desarrolla un arte del cuerpo humano. Se empiezan a observar los movimientos que se hacen, cuáles son los más eficaces, los más rápidos y los mejor ajustados. Así es como aparece en los grandes talleres el famoso y siniestro personaje del capataz, encargado no de observar si se hacía el trabajo, sino de

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qué manera se podía hacer con más rapidez y con movimientos mejor adaptados. En el ejército aparece el suboficial y con él los ejércitos, las maniobras y la descomposición de los movimientos en el tiempo. El famoso reglamento de infantería que aseguró las victorias de Federico de Prusia comprende una serie de mecanismos de dirección de los movimientos del cuerpo. 3. La disciplina es una técnica de poder que encierrajana vigilancia constante y perpetua de los individuos. Nolíasta con observarlos de vez en cuando o con ver si lo que hacen se ajusta a las reglas. Es preciso vigilarlos sin cesar para que se realice la actividad y someterlos a una pirámide permanente de vigilancia. Así aparecen en el ejército una serie de grados que van, sin interrupción, desde el general en jefe hasta el soldado raso, así como sistemas de inspección, revistas, paradas, desfiles, etc., que permiten observar de manera permanente a cada individuo. 4. La disciplina supone un registro continuo: anotaciones sobre el individuo, relación de los acontecimientos, elemento disciplinario, comunicación de las informaciones a las escalas superiores, de modo que a la cúspide de la pirámide no se le escape ningún detalle. En el sistema_clásico, el ejercicio del poder era confuso, global y discontinuo. Se trataba del poder soberano sobre grupos integrados por familias, ciudades, parroquias, es decir, por unidades globales y no de un poder que actuaba continuamente sobre el individuo. La disciplina es el conjunto de técnicas en virtud de las cuales los sïstëmâTgé_po3grtienen por objetivo y resuTtadolâ singularización de los individuos. Es el poder de la individualización, cuyo instrumento fundamental estriba en el examen. El examen es la vigilancia permanente, clasificadora, que permite~dTstribui_f sflos individuos, juzgarlos, medirlos, localizarlos y, por lo tanto, utilizarlos al máximóTA través del examen, la individualidad se convierte en un elemento para el ejercicio del poder. La intro^U^cciónJ^loijiiei^jQisjnQS jlisciphnarios en.-eLes.pacio confuso delhospital permitiría- su medicalización. Todo lo que se acaba de exponer explica por qué se disciplina el hospital. Las razones económicas, el precio atribuido al individuo, el deseo de evitar la propagación de las epidemias explican el control disciplinario a que están sometidos los hospitales. Pero si esta disciplina adquiere carácter médico, si este poder disciplinario se confía al médico, se debe a una transformación del saber médico. La formación de una medicina hospitalaria hay que atribuirla, por un lado,

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a la introducción de la disciplina en el espacio hospitalario, y, por otro, a la transformación que en esa época experimenta la práctica de la medicina. En el sistema epistémico o epistemológico del siglo xym, el_gran modelo de la inteligibilidad de las enfermedades es la botánica, la clasificación de Linneo. Esto implica la necesidad de entender las enfermedades como un fenómeno natural. Como en las plantas, en las enfermedades hay especies diferentes, características observables, tipos de evolución. La enfermedad es la naturaleza, pero una naturaleza debida a la acción particular del medio sobre el individuo. La persona sana, cuando se somete a ciertas acciones del medio, sirve de punto de apoyo a la enfermedad, fenómeno límite de la naturaleza. El agua, el aire, la alimentación, el régimen general, constituyen las bases sobre las cuales se desarrollan en un individuo las diferentes especies de enfermedades. Desde esa perspectiva, la cura está dirigida por una intervención médica que ya no tiene como objetivo alcanzar la enfermedad propiamente dicha, como en la medicina de la crisis, sino que, casi al margen de la enfermedad y del organismo, se orienta hacía el medio ambiente: el aire, el agua, la temperatura, el régimen, la alimentación, etc. Es una medicina del medio que se constituye en la medida en que la enfermedad se concibe como un fenómeno natural que obedece a leyes naturales. Por consiguiente, en el ajuste de esos dos procesos, el del desplazamiento de la intervención médica y el de la aplicación de la disciplina en el espacio hospitalario, se encuentra el origen del hospital médico. Esos dos fenómenos, de origen diferente, se articularían gracias a la introducción de una disciplina hospitalaria cuya función consistía en garantizar las indagaciones, la vigilancia, la aplicación de la disciplina en el mundo desordenado de los enfermos y de la enfermedad y, finalmente, en transformar Jas condiciones del medio que rodeaba a los enfermos. Asimismo éstos se individualizaron y distribuyeron en un espacio, común donde se les podía vigilar y registrar los acontecimientos que ocurrieran; también se modificó el aire que respiraban, la temperatura ambiente, el agua potable, el régimen, de manera que el nuevo rostro del hospital que imponía la introducción de la disciplina tuviera una función terapéutica. Si se admite la hipótesis de que el hospital nace de las técnicas de poder disciplinario y de la medicina de intervención sobre el medio, se comprenderán las diferentes características que posee esa institución:

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1. La localización del hospital y la distribución interna del esPacio. La cuestión del hospital a fines del siglo xvin es fundamentalmente una cuestión de espacio. En primer lugar, se trata de saber dónde se situará el hospital para que deje de ser un lugar sombrío, oscuro y confuso, en pleno corazón de la ciudad, en el que iban a parar las personas a la hora de la muerte y desde donde se propagaban peligrosamente miasmas, aire contaminado, agua sucia, etc. Era preciso que el lugar en que estuviera situado el hospital se ajustara al control sanitario de la ciudad. La localización del riospítáTdebía estar determinada a partir de una medicina del espacio urbano. En segundo lugar, había que calcular también la distribución interna del espacio del hospital en función de determinados criterios: si se estaba convencido de que una acción ejercida sobre el medio curaba a los enfermos, entonces, habría que crear en torno a cada uno de ellos un pequeño espacio individualizado, específico, modificable según el paciente, la enfermedad y su evolución. Se necesitaría obtener una autonomía funcional y médica del espacio de supervivencia del enfermo. De esta manera, se establece el principio de que las camas no deben ser ocupadas por más de un paciente. Así es como se suprimió el lecho-dormitorio en el que a veces se amontonaban hasta seis personas. También habrá que crear alrededor del enfermo un medio modificable que permita aumentar la temperatura ambiente, refrescar el aire y orientarlo hacia un solo enfermo, etc. A partir de aquí, se desarrollan investigaciones sobre la individualización del espacio de vida y la respiración de los enfermos, incluso en las salas colectivas. Así, por ejemplo, llegó a plantearse el proyecto de aislar la cama de cada enfermo colocando telas sobre los lados y por encima que permitiesen la circulación del aire, pero que bloquearan la propagación de las miasmas. Todo ello muestra cómo, en una estructura particular, el hospital constituye un medio de intervención sobre el enfermo. La arquitectura hospitalaria debe ser el factor y el instrumento d e j a . c u r a hospitalaria. El hospital, adonde iban a parar los enfermos para morir, debía dejar de existir. La arquitectura hospitalaria es un instrumento de cura, lo mismo que un régimen de alimentación, una sangría o cualquier acción médica. El espacio hospitalario se medicaliza en su función y en sus efectos. Ésta es la primera característica de la transformación del hospital a fines del siglo xvin. 2. Transformación del sistema de poder en j;l seno del hospital. Hasta mediados del siglo xvín quien ejercía el poder era el personal religioso, raramente laico, encargado de la vida cotidiana del hos-

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pital, de la salvación y de la alimentación de las personas internadas. Se llamaba al médico para ocuparse de los enfermos más graves. Más que una acción real, se trataba de una garantía, de una simple justificación. La visita médica era un ritual muy irregular. En principio, tenía lugar una vez al día y para centenares de enfermos. Además, el médico dependía administrativamente del personal religioso, que tenía el poder de despedirlo. Desde el momento en que elho^pjtal_se^onçib^^omo un instrumento de cura y la distribución del e^pacioJle^â.sjer_unjnedio terapéutico, el médico asume la responsabilidad principal de la organización hospitalaria. A él se le consulta para determinar cómo se debe construir y organizar un hospital; por este motivo, Tenon realizó la mencionada indagación. A partir de entonces, queda prohi•bida la forma de claustro, de comunidad religiosa, que se había empleado para organizar el hospital, en beneficio de un espacio que será objeto de una organización médica. Además, si el régimen alimentario, la ventilación, etc., habían de ser factores de cura, el médico, al controlar el régimen del enfermo, se hace cargo, hasta cierto punto, del funcionamiento económico del hospital, que hasta entonces era un privilegio de las órdenes religiosas. Al mismo tiempo, la presencia del médico en el hospital se reafirma e intensifica. Las visitas aumentan a un ritmo creciente en el curso del siglo xvni. En 1680, en el Hôtel-Dieu de París, el médico pasaba visita una vez al día; en cambio, en el siglo xvín, se establecen diversos reglamentos que especifican, sucesivamente, que deben efectuarse visitas por la noche para los enfermos más graves, que cada visita debe durar dos horas y, por último, alrededor de 1770, que en el hospital ha de residir un médico a fin de que pueda intervenir a cualquier hora del día o de la noche en caso necesario. Así surge la figura del médico de hospital que antes no existía. Hasta el siglo xvín, los grandes médicos no procedían del hospital, eran médicos de consulta particular que habían adquirido prestigio gracias a un determinado número de curaciones espectaculares._E1 médico al que recurrían[Jasj:omunidades religiosas era generalmente de lo peor de la profesión. El gran médico de hospital, tanto más competente cuanto mayor sea su experiencia en esas instituciones, es un invento del siglo xvín. Por ejemplo, Tenon fue médico de hospital, y la labor que realizó Pinel en Bicêtre fue posible gracias a la experiencia adquirida en el medio hospitalario. Esta inversión del orden jerárquico en el hospital con el ejercicio del poder por parte del médico se refleja en el ritual de la visita: el desfile casi religioso, encabezado por el médico, de toda la jerarquía

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¿e\ hospital: ayudantes, alumnos, enfermeras, etc., se presenta ante ¡ a cama de cada enfermo. Este ritual coo^cadQ.d^layisita, que sejíala el lugar.del poder médico, se encuentra en los reglamentos de [0s hospitales del siglo xvin. En ellos se indica dónde se debe coloC3r a cada persona, se precisa que la presencia del médico se debe a nunciar por una campanilla, que la enfermera ha de estar en la puerta con un cuaderno en la mano y acompañar al médico cuando entre en la sala, etc. 3. Organización de un sistema de registro permanente y, en la medida de lo posible, completo de todo lo que ocurre. En primer lugar, nos debemos referir a los métodos de identificación del enfermo. En la muñeca del enfermo se ataba una pequeña etiqueta que permitía distinguirlo tanto si estaba vivo como si moría. En la parte superior de la cama se colocaba una ficha con el nombre del enfermo y la enfermedad que sufría. Asimismo se empiezan a utilizar una serie de registros que reúnen y transmiten la información: el registro general de ingresos y altas, en el que se inscribe el nombre del enfermo, el diagnóstico del médico que lo recibió, la sala en que se encuentra y, por último, si falleció o, si por el contrario, fue dado de alta; el registro de cada sala, preparado por la enfermera jefe; el registro de la farmacia, en el que constan las recetas; el registro de lo que el médico ordena durante la visita, las recetas y el tratamiento prescrito, el diagnóstico, etc. Finalmente, ssJrnplania la ohligaci.on.de las„médico.s_.dg confrontar sus experiencias en sus registros —por lo menos una vez al mes, de acuerdo con el reglamento del Hôtel-Dieu en 1785— para averiguar los distintos tratamientos administrados, los que han resultado más satisfactorios, los médicos que tienen mayor número de éxitos, si las enfermedades epidémicas pasaban de una sala a otra, etc. De esta manera se forma una colección de documentos en el seno del hospital, y éste se constituye no sólo en un lugar de cura sino también de producción del saber médico. El saber médico, que hasta el siglo xvín estaba localizado en los libros, en una especie de jurisprudencia médica concentrada en los grandes tratados clásicos de medicina, empieza a ocupar un lugar que no es el texto, sino el hospital. Ya no se trata de lo que se ha escrito o impreso, sino de lo que todos los días se re^ii¡tr^eJiJ^±iaxlición-.viva,acliva y actual que representa el hospital. Así es como se afirma, en el período de 1780-1790, la formación normativa del médico, de hospital. Esta institución, además de ser un lugar de cura, es también un lugar de formación médica. La clíni-

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ca aparece como una dimensión esencial del hospital, entendiendo por «clínica» a este respecto la organización del hospital como lugar de formación y de transmisión del saber. Pero, además, con la introducción de la disciplina del espacio hospitalario —que permite curar, así como acumular conocimientos y formar—, la medicina ofrece como objeto de observación un inmenso campo, limitado, por un lado, por el mismo individuo y, por otro, por toda la población. Con la aplicación de la disciplina del espacio médico y por eli hecho de que se puede aislar a cada individuo, instalarlo en una cama, prescribirle un régimen, etc., nos vemos conducidos hacia una medicina individualizante. En efecto, el individuo será observado, vigilado, conocido y curado. El individuo surge como objeto del saber y de la práctica médica. Pero, al mismo tiempo, por el sistema del espacio hospitalario disciplinado se puede observar a un gran número de individuos. Los registros obtenidos diariamente, cuando se comparan con los de otros hospitales y con los de otras regiones, permiten estudiar los fenómenos patológicos comunes a toda la población. Gracias a la tecnología hospitalaria, el individuo y la población se presentan simultáneamente como objetos del saber y de la intervención de la medicina. La redistribución de esas dos medicinas será un fenómeno propio del siglo xix. La medicina que se forma en el siglo XVIII es una medicina tanto del individuo como de la población. Gracias a la tecnología hospitalaria, el individuo y la población se presentan simultáneamente como objetos del saber y de la intervención médica. La redistribución de estas dos medicinas será un fenómeno propio del siglo xix. La medicina que se forma en el transcurso del siglo XVIII es, a la vez, una medicina del individuo y de la población.

5. LA FILOSOFÍA ANALÍTICA DE LA POLÍTICA «Gendai no Kenryoku wo tou» («La filosofía analítica de la política»), AsahiJaana.ru, 2 de junio de 1978, págs. 28-35. (Conferencia pronunciada el 27 de abril de 1978 en Asahi Kodo, centro de conferencias de Tokio, sede del periódico Asahi.) Entre los posibles temas de una conferencia, había propuesto una conversación en torno a las prisiones, y sobre el problema concreto que suponen. Pero me vi obligado a renunciar a ello por varias razones: la primera es que desde que estoy en Japón, hace tres semanas, me he dado cuenta de que el problema de la penalidad, de la criminalidad, de la prisión, se plantea en términos muy diferentes en su sociedad y en la nuestra. También he constatado, al pasar por la experiencia de una prisión —cuando afirmo que he tenido la experiencia de una prisión, no quiero decir que estuviera encerrado, sino que visité una, más exactamente dos, en la región de f*ckuoka—, que en relación a lo que conocemos en Europa, no solamente representa un perfeccionamiento, un progreso, sino que es una verdadera mutación sobre la cual sería necesario reflexionar y discutir con los especialistas japoneses en estos temas. Me sentiría incómodo hablándoles de los problemas que actualmente se plantean en Europa, cuando ustedes están realizando experiencias tan importantes. Y finalmente, el problema de las prisiones no es, en definitiva, más que una parte, una pieza, en un conjunto de problemas más generales. También, las conversaciones que he mantenido con varios japoneses me han convencido de que, quizá, sería más interesante evocar el clima general en el que se plantea la cuestión de la prisión, la cuestión de la penalidad, así como cierto número de cuestiones tan actuales como presentes y urgentes. Desde esta perspectiva, me perdonarán si me remito a un planteamiento más general que si me hubiera limitado al Problema de la prisión. Si no están conformes, háganmelo saber.

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Seguramente saben que en Francia existe un periódico llamado Le Monde, al que habitualmente se le llama, con mucha solemnidad el «gran periódico de la tarde». En este «gran periódico de la tarde», un periodista escribió un día algo que me extrañó y que me hizo meditar. «¿Por qué —escribía— hay tanta gente que se plantea en la actualidad la cuestión del poder? Un día —continuaba— nos extrañaremos sin duda de que este problema del poder nos haya inquietado tanto en este fin de siglo xx.» No creo que nuestros sucesores, si reflexionan un poco, puedan extrañarse durante demasiado tiempo de que precisamente en este final del siglo xx la gente de nuestra generación se haya planteado con tanta insistencia la cuestión del poder. Porque, después de todo, si se ha planteado la cuestión del poder no es porque nosotros la hayamos planteado. Se ha planteado, se nos ha planteado. Ciertamente, se nos ha planteado por nuestra actualidad, pero también por nuestro pasado, un pasado muy reciente que apenas ha terminado. En última instancia, el siglo xx ha conocido dos grandes enfermedades del poder, dos grandes fiebres que han llevado muy lejos las manifestaciones exasperadas de un poder. Estas dos enfermedades, que han dominado el corazón, el centro del siglo xx, son, evidentemente, el fascismo y el estalinismo. Por supuesto que ambas respondían a una coyuntura muy precisa y muy específica. Sin duda, el fascismo y el estalinismo han extendido sus efectos a dimensiones desconocidas hasta entonces y de las que cabe al menos esperar, si no pensar razonablemente, que nunca más se volverán a conocer. Por lo tanto, son fenómenos singulares, pero lo que no se puede negar es que, en lo que respecta a aspectos concretos, el fascismo y el estalinismo no han hecho sino prolongar una serie de mecanismos que ya existían en los sistemas sociales y políticos de Occidente. Después de todo, la organización de los grandes partidos, el desarrollo de los aparatos policiales, la existencia de técnicas de represión como campos de trabajo, todo esto era una herencia, pura y dura, de la estructura de las sociedades occidentales liberales, que el estalinismo y el fascismo se limitaron a retomar. Esta experiencia es la que nos ha obligado a plantear la cuestión del poder. Porque no podemos evitar interrogarnos y preguntarnos: ¿no eran el fascismo y el estalinismo, y no son todavía, allí donde subsisten, simplemente la respuesta a unas coyunturas o a unas situaciones particulares? O, por el contrario, hay que tener en cuenta que, en nuestras sociedades, existen de modo permanente como virtualidades, en cierta manera, estructurales, intrínsecas a nuestros sistemas, que pueden ponerse de manifiesto a la menor oca-

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s ión,

haciendo posibles perpetuamente esta especie de enormes excrecencias del poder, excrecencias de las cuales son ejemplos incontestables el sistema de Mussolini, el hitleriano, el de Stalin, o jos actuales sistemas de Chile o de Camboya. Creo que el gran problema del siglo xix, al menos en Europa, era |a pobreza y la miseria. El gran problema que se planteó a la mayoría de pensadores y filósofos de comienzos del siglo xix fue el siguiente: ¿cómo explicar esta producción de riqueza, cuyos efectos espectaculares comenzaban a ser reconocidos en todo Occidente, cómo esta producción de riqueza pudo ir acompañada del empobrecimiento absoluto o relativo (ésta es otra cuestión) de los que la producen? En el siglo xx no se ha resuelto completamente el problema del empobrecimiento de los que producen la riqueza, de la producción simultánea de la riqueza y la pobreza, pero esa cuestión no se plantea con la misma urgencia. Es como si estuviera recubierta por otro problema que ya no es la escasez de riqueza, sino el excesivo poder. Las sociedades occidentales, y de forma más general las sociedades industrializadas y desarrolladas de este fin de siglo, son sociedades atravesadas por esta sorda inquietud, o incluso por revueltas totalmente explícitas que ponen en cuestión esta especie de superproducción del poder que el estalinismo y el fascismo sin duda manifestaron bajo su forma más descarnada y monstruosa. De manera que, del mismo modo que en el siglo xix fue necesaria una economía que tuviera como objeto específico la producción y distribución de la riqueza, así también podemos decir que necesitamos una economía que no se refiera a dicha producción y distribución de las riquezas, sino que aborde las relaciones de poder. Una de las funciones más antiguas del filósofo en Occidente —digo filósofo, pero debería decir, más bien, culto e, incluso, utilizando ese incomodo término contemporáneo, intelectual—, uno de los papeles principales del filósofo occidental fue poner un límite, poner un límite al exceso de poder, a esta superproducción de poder, en todos y cada uno de los casos en que corría el riesgo de convertirse en una amenaza. El filósofo en Occidente tiene siempre el Perfil del antidéspota y esto bajo distintas formas posibles que se perfilan desde el comienzo de la filosofía griega: —El filósofo ha sido el antidéspota en la medida en que ha definido el sistema de leyes según las cuales, en una ciudad, se debía e jercer el poder, definiendo los límites legales en cuyo ámbito se Puede ejercer sin riesgos: es el papel del filósofo legislador. Éste fue

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el papel de Solón. Después de todo, el momento en que la filosofía griega empezó a separarse de la poesía, el momento en que la prosa griega comenzó a perfilarse, fue el día en que Solón formuló, con un vocabulario todavía poético, las leyes que se convertirían en la prosa de la historia griega, de la historia helénica. —En segundo lugar, segunda posibilidad: el filósofo puede ser antidéspota convirtiéndose en el consejero del príncipe, enseñándole esta sabiduría, esta virtud, esta verdad, que serán capaces de impedirle, cuando gobierne, abusar de su poder. Es el filósofo pedagogo; es Platón peregrinando hacia Dionisio el Tirano. —Por último, tercera posibilidad: el filósofo puede ser el antidéspota afirmando que, después de todo, cualquiera que sean los abusos que el poder pueda cometer sobre él o sobre los demás, él, filósofo, en tanto que filósofo, en su práctica y en su pensamiento filosófico, se mantendrá independiente con relación al poder, se reirá del poder. Se trata de los cínicos. Solón legislador, Platón pedagogo y los cínicos. El filósofo mo^ derador del poder, el filósofo-máscara gesticulante ante el poder. Si pudiéramos dirigir una mirada etnológica sobre Occidente desde Grecia, veríamos turnarse a estas tres figuras del filósofo, sustituirse unas a otras; veríamos dibujarse una oposición significativa en-* tre el filósofo y el príncipe, entre la reflexión filosófica y el ejercicio del poder. Y me pregunto si esta oposición entre reflexión filosófica y el ejercicio del poder no caracteriza mejor a la filosofía que su relación con la ciencia, porque, después de todo, la filosofía hace ya tiempo que no puede desempeñar el papel de fundamento. Por el contrario, quizá todavía merece la pena que juegue el papel de moderador con relación al poder. Cuando se contempla, desde un punto de vista histórico, la manera en que el filósofo ha desempeñado o ha querido desempeñar su papel de moderador del poder, nos vemos abocados a una conclusión un tanto amarga. La antigüedad conoció filósofos legisladores; conoció filósofos consejeros del príncipe; sin embargo, nunca existió, por ejemplo, una ciudad platónica. Alejandro tuvo el privilegio de ser discípulo de Aristóteles, pero el imperio alejandrino nunca fue aristotélico. Y aun siendo cierto que en el Imperio romano el estoicismo impregnó el pensamiento del mundo entero, al menos de sus élites, también es cierto que el Imperio romano no fue estoico. El estoicismo fue para Marco Aurelio una manera de ser emperador; no fue ni un arte, ni una técnica para gobernar el imperio.

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Dicho de otro modo, y éste es un aspecto importante, a diferencia de lo que ocurrió en Oriente y particularmente en China y en japón, no hubo en Occidente, al menos durante mucho tiempo, u na filosofía que fuera capaz de confundirse con una práctica política, una práctica moral de toda una sociedad. Occidente nunca conoció el equivalente al confucianismo, es decir, una forma de pensar que, a la vez que reflexionaba sobre el orden del mundo o lo establecía, prescribiera, al mismo tiempo, la estructura del Estado, la forma de las relaciones sociales, las conductas individuales, e incluso las prescribiera realmente en el seno de la historia. Cualquiera que haya sido la importancia del pensamiento aristotélico, cualquiera que haya sido su influencia debido al dogmatismo de la Edad Media, Aristóteles nunca ha jugado un papel semejante al que jugó Confucio en Oriente. No ha existido en Occidente un Estado filosófico. Pero las cosas, y creo que esto es un acontecimiento importante, cambiaron a partir de la Revolución francesa, a partir de finales del siglo xviii y principios xrx. En ese momento, observamos cómo se constituyen regímenes políticos que tienen lazos, no solamente ideológicos, sino orgánicos (incluso diría organizativos) con las filosofías. La Revolución francesa, incluso podemos decir que el Imperio napoleónico, establecieron con Rousseau y, de una forma más general, con la filosofía del xvín, lazos orgánicos. Lazo orgánico entre el Estado prusiano y Hegel; lazo orgánico, por muy paradójico que sea, pero ése es otro asunto, entre el Estado hitleriano, Wagner y Nietzsche. También, evidentemente, lazos entre el leninismo, el Estado soviético y Marx. En el siglo xrx aparece en Europa algo que no existió nunca: Estados filosóficos, podríamos decir, Estados-filosofías, filosofías que al mismo tiempo son Estados y Estados que se piensan, que se reflexionan, se organizan y definen sus opciones fundamentales a partir de proposiciones filosóficas, en el seno de sistemas filosóficos y como la verdad filosófica de la historia. Nos encontramos" ante un fenómeno evidentemente extraño y que todavía resulta más inquietante si somos conscientes de que estas filosofías, todas estas filosofías que se han convertido en Estados, eran, sin excepción, filosofías de la libertad; filosofías de la libertad fueron, por supuesto, las del siglo xvín, pero también lo fueron la de Hegel, la de Nietzsche, la de Marx. Ahora bien, estas filosofías de la libertad han producido, a su vez, formas de poder que, ya bajo la forma del terror, ya bajo la forma de la burocracia o incluso bajo la forma del terror burocrático, fueron, incluso, lo contrario del régimen de la libertad, incluso lo contrario de la libertad convertida en historia.

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Hay algo cómico y amargo que es específico de estas filosofías occidentales modernas: han pensado, incluso se han pensado, en función de una relación de oposición esencial al poder y a su ejercicio ilimitado, pero el destino de su pensamiento ha hecho que ya no se les escuche; a medida que el poder y que las instituciones políticas se impregnan de su pensamiento, más se prestan a legitimar las formas excesivas de poder. En última instancia, ése fue el lado tragicómico de Hegel transformado en el régimen de Bismarck; lado tragicómico de Nietzsche, cuyas obras completas dio Hitler a Mussolini con ocasión de su viaje a Venecia, para justificar la anexión (Anschluss). La filosofía legitima los poderes irrefrenables en mayor medida que el apoyo dogmático de la religión. Esta paradoja se convierte en una crisis aguda con el estalinismo, el estalinismo que se presentaba, más que ningún otro, como un Estado que era, al mismo tiempo, una filosofía, una filosofía que precisamente había anunciado y predicho la desaparición del Estado, y que, transformada en Estado, se convirtió verdaderamente en un Estado privado, separado de cualquier reflexión filosófica y de cualquier reflexión posible. Es el Estado filosófico convertido literalmente en inconsciente bajo la forma del Estado puro. Ante esta situación que nos es claramente contemporánea y contemporánea de una forma acuciante, hay distintas actitudes posibles. Se puede, y es perfectamente legítimo, e, incluso, diría que recomendable, interrogarse desde el punto de vista histórico sobre las extrañas relaciones que Occidente ha establecido entre estos filósofos y el poder: ¿en qué medida estos vínculos entre la filosofía y el poder se pudieron establecer en el mismo momento en que la filosofía se daba como principio, si no de contrapoder, sí, al menos, de moderación del poder, en el momento en que la filosofía debía decirle al poder: «Aquí te paras, ya no irás más lejos». ¿Se trata de una traición de la filosofía? ¿O se debe a que la filosofía ha sido en secreto, independientemente de lo que haya dicho, cierta filosofía del poder? ¿O es que, después de todo, decirle al poder: «Párate aquí» no es precisamente tomar virtualmente, secretamente, también el lugar del poder, convertirse en la ley de la ley y por lo tanto realizarse como ley? Nos podemos plantear todas estas cuestiones. Sin embargo, po-, demos, por el contrario, decirnos que, a pesar de todo, la filosofía no tiene nada que ver con el poder, que la profunda y esencial vocación de la filosofía tiene que ver con la verdad o con la pregunta sobre el ser y que la filosofía no se puede comprometer a aventurarse en estos dominios empíricos como son la cuestión de lo política y del poder. Si se la ha traicionado tan fácilmente es porque ella mis-:

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j^a se ha traicionado. Se ha traicionado yendo donde no habría debido ir y planteando cuestiones que no eran las suyas. Pero quizás habría todavía otro camino y sobre éste querría hablar. Quizás, pudiéramos pensar que la filosofía tiene todavía algun a posibilidad de jugar un papel en relación con el poder, un papel que no sería el de fundarlo o el de reconducirlo. Todavía es posible pensar que la filosofía puede asumir el papel de contrapoder, a condición de que este papel deje de consistir en hacer valer, frente al poder, la ley específica de la filosofía; a condición de que la filosofía deje de pensarse como profecía, a condición de que deje de pensarse como pedagogía o como legisladora, y de que se dé como tarea analizar, elucidar, hacer visible y, por lo tanto, intensificar las luchas que se desarrollan en torno al poder, las estrategias de los adversarios en el seno de las relaciones de poder, las tácticas utilizadas, los núcleos de resistencia; a condición, en resumen, de que la filosofía deje de plantearse la cuestión del poder en términos de bien o mal, y se la plantee en términos de su existencia. No se trata j de preguntarse si el poder es bueno o malo, legítimo o ilegítimo, algo relativo al derecho o a la moral, sino simplemente de intentar eliminar de la pregunta por el poder la sobrecarga moral y jurídica que hasta ahora le concernía y de plantear la cuestión ingenua, que no ha sido planteada habitualmente, aunque algunas personas la han planteado desde hace tiempo: ¿en qué consisten, en el fondo, las relaciones de poder? Ya hace mucho que sabemos que la tarea de la filosofía no consiste en descubrir lo que está oculto, sino en hacer visible lo que, precisamente, es visible, es decir, hacer aparecer lo que es tan próximo, tan inmediato, lo que está tan íntimamente ligado a nosotros mismos, que, por ello, no lo percibimos. Mientras que la tarea de la ciencia es la de hacer conocer lo que no vemos, la de la filosofía consiste en hacer ver lo que vemos. Después de todo, desde este Punto de vista, la tarea de la filosofía se podría formular así: ¿en qué consisten estas relaciones de poder en las que nos sentimos , ^rapados y en las que, desde hace al menos ciento cincuenta años, « filosofía se ha visto enredada? Ustedes pueden argumentar que esta tarea es muy modesta, oien por empírica, bien por limitada, pero tenemos cerca, en la filosofía analítica angloamericana, un modelo semejante en la maneI ra de usar la filosofía. Después de todo, la filosofía analítica angloa Jona no se plantea la tarea de reflexionar sobre el ser de la lengua s °bre sus estructuras profundas; reflexiona sobre el uso cotidia0 que hacemos de ella en los diferentes tipos de discurso. Para la

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filosofía analítica anglosajona se trata de realizar un análisis crfy. co del pensamiento a partir de la forma en la que decimos las co. sas. Creo que, en igual medida, podríamos imaginar una filosofa que tuviera como tarea analizar lo que ocurre cotidianamente en las relaciones de poder, una filosofía que intentara mostrar en qué consisten, cuáles son esas relaciones de poder, sus formas, sus desafíos, sus objetivos. Una filosofía que tratara, por consiguiente, no sobre los juegos de lenguaje, sino más bien sobre las relaciones de poder; una filosofía que abordara todas las relaciones que atraviesan el cuerpo social en vez de tratar los efectos de lenguaje que atraviesan y sustentan el pensamiento. Podríamos imaginar una especie de filosofía analítico-política. En ese caso, tendríamos que recordar que la filosofía analítica del lenguaje de los anglosajones se cuida mucho de caer en esa especie de calificación-descalificación masiva del lenguaje que encontramos en Humboldt o en Bergson —para Humboldt, el lenguaje era el creador de toda relación posible entre el hombre y el mundo, creador incluso tanto del mundo como del ser humano; la devaluación bergsoniana no cesa de repetir que el lenguaje es impotente, que está fijado, que está muerto, que el lenguaje es espacial y que por tanto no puede traicionar la experiencia de la conciencia y de la duración—. A pesar de estas calificaciones y descalificaciones masivas, la filosofía anglosajona intenta decir que el lenguaje nunca engaña ni desvela. El lenguaje se juega. De ahí la importancia de la noción de juego. De forma análoga, podríamos decir que, para analizar o criticar las relaciones de poder no se trata de someterlas a una calificación peyorativa o laudatoria de forma masiva, global, definitiva, absoluta y unilateral; no se trata de decir que las relaciones de poder se limitan a constreñir y a forzar. Tampoco debemos imaginar que podemos escapar repentinamente, global y masivamente de las relaciones de poder a través de una especie de ruptura radical o de una huida sin retorno. Las relaciones de poder también se juegan; son juegos de poder que habrá que estudiar en términos de táctica y de estrategia, en términos de regla y de azar, de apuesta y de objetivos. En cierta medida, intento trabajar en esta línea y quisiera sugerirles algunas de las líneas de análisis que se podrían abordar. ' Estos juegos de poder se pueden abordar desde distintas perspectivas. En vez de estudiar el gran juego del Estado con los ciud* danos o con los otros Estados, prefiero —debido, sin duda, a iflf tendencia de carácter o, quizás, a una tendencia neurótica obse* va— interesarme por los juegos de poder más limitados, más hurón' des, que no tienen en la filosofía el estatuto noble que se reconoce a

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i0s grandes problemas: juegos de poder en torno a la locura, en torno a la medicina, en torno a la enfermedad, en torno al cuerpo enfermo, juegos de poder en torno al sistema penal y a la prisión. Esto eS lo que hasta ahora me ha interesado, y por dos razones. ¿De qué se trata en estos juegos de poder existentes, a veces singulares, otras marginales? Conciernen, ni más ni menos, que al estatuto de la razón y de la sinrazón; conciernen al estatuto de la vida y de la muerte, del crimen y de la ley; es decir, un conjunto de cosas que constituyen a la vez la trama de nuestra vida cotidiana y a partir de las cuales los hombres han edificado su discurso de la tragedia. Hay otra razón por la que me interesé por estas cuestiones y estos juegos de poder. Me parece que sobre estos juegos, mucho más que sobre las grandes batallas estatales e institucionales, recae el interés y la inquietud de la gente en nuestros días. Cuando se observa, por ejemplo, cómo acaba de desarrollarse en Francia la campaña electoral de las legislativas, nos extraña la forma en que los periódicos, los otros medios de comunicación, los hombres políticos, los responsables del gobierno y del Estado, no han dejado de repetir a los franceses que estaban a punto de hacer una apuesta capital para su futuro; no obstante, independientemente del resultado de las elecciones, del número de electores cultos que fueron a votar, nos sorprende el hecho de que, en el fondo, la gente no sentía, en absoluto, lo que podía haber de históricamente trágico o de decisivo en estas elecciones. Por el contrario, desde hace tiempo me sorprende la continua agitación que, en muchas sociedades y no sólo en el seno de la sociedad francesa, existe en torno a determinadas cuestiones, cuestiones que en otro tiempo fueron marginales e incluso un poco teóricas: saber cómo vamos a morir, saber qué será de nosotros cuando estemos a la deriva en un hospital, qué ocurrirá con nuestra razón y cómo la juzgarán los demás, saber qué ocurrirá si nos volvemos locos, qué ocurrirá el día en que cometamos una infracción y cómo comenzará el funcionamiento de la máquina del sistema penal. Todo esto concierne de forma profunda a la vida, a la afectividad, a la angustia de nuestros contemporáneos. Si ustedes me dicen, con razón, que, después de todo, siempre ha sido así, me pare ce no obstante, que ha sido una de las primeras veces (pero desde ' u ego, no la primera). En todo caso, estamos en uno de esos momentos en que las cuestiones cotidianas, marginales, un poco acabadas, acceden al nivel del discurso explícito, en el que la gente no s ólo acepta hablar de ellas, sino que entra en el juego de los discurs °s y toma partido. La locura y la razón, la muerte y la enfermedad,

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el sistema penal, la prisión, el crimen, la ley, esto es lo que comp 0 . ne nuestra cotidianidad y este aspecto cotidiano se nos presenta como esencial. Pienso, además, que es preciso ir más lejos y decir que no solamente estos juegos de poder alrededor de la vida y de la muerte, de la razón y de la sinrazón, de la ley y del crimen han adquirido en nuestros días una intensidad que no habían tenido en épocas inmediatamente anteriores, sino que la resistencia y las luchas que se desarrollan no tienen la misma forma. Ya no se trata en lo esencial de tomar parte en estos juegos de poder de manera que se respete mejor la propia libertad o los propios derechos; simplemente ya no se acepta este tipo de juegos. No se trata tanto de un enfrentamiento en el interior de los juegos, sino de resistencia ante el juego y de rechazo del mismo juego. Tal es una característica evidente de un cierto número de luchas y de combates. Piensen en el caso de la prisión. Desde hace años y años, diría que desde hace siglos, en cualquier caso desde que existe la prisión como forma de castigo en el seno de los sistemas penales occidentales, desde el siglo xrx, se ha desarrollado una serie de movimientos, de críticas, de oposiciones a veces violentas, para intentar modificar el funcionamiento de la prisión, la condición del prisionero, el estatuto que tenía ya en la prisión o bien después. Ahora sabemos, por primera vez, que no se trata de este juego o de esta resistencia, de esta posición en el interior mismo del juego; se trata de un rechazo del propio juego. Se dice: basta ya de prisión. Y cuando, ante esta especie de crítica masiva, las personas razonables, los legisladores, los tecnócratas, los gobernantes preguntan: «Pero, ¿qué quieren?», la respuesta es: «No seremos nosotros quienes tiremos piedras contra nuestro propio tejado; no queremos participar en el juego del sistema penal; no queremos participar en el juego de las sanciones penales; ya no queremos participar en el juego de la justicia». En la historia de Narita, que se desarrolla durante años y años en Japón, 3 me parece característico que el juego de los adversarios o de los que resisten no consistiera en intentar obtener el mayor número de ventajas posibles, haciendo valer 1 ley, obteniendo indemnizaciones. No se quiso participar en el juego tradicionalmente organizado e institucionalizado del Estado con sus exigencias y de los ciudadanos con sus derechos. No <j a La construcción del nuevo aeropuerto de Tokio, en la región de Narita, se e*" contró durante años y años con la oposición de los campesinos y de la extrema »' quierda japonesa.

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ntiiso participar, en absoluto, en ese juego: se impidió que el juego ge jugara. La segunda nota característica de los fenómenos que intento exo n e r y analizar es que son fenómenos difusos y descentrados. Quiero decir lo siguiente. Retomemos el ejemplo de la prisión y del cisterna penal. En el siglo xvín, hacia 1760, en la época en que se effl pezó a plantear el problema del cambio radical en el sistema penal, ¿quién planteó esta cuestión y a partir de qué? Fue el resultado j e los teóricos, teóricos del derecho, filósofos en el sentido de la época; ellos no plantearon la cuestión de la prisión como tal, sino el problema más general de cómo debía ser la ley en un país de libertad y de qué manera la ley debía ser aplicada, dentro de qué límites y hasta dónde. Como resultado de esta reflexión central y teórica se llegó, al cabo de algunos años, a desear que el castigo, que el único castigo posible, fuera la prisión. En los últimos años y en los países occidentales, el problema se ha planteado en términos muy distintos. El punto de partida nunca fue una gran reivindicación global referida a un mejor sistema de la ley. Los puntos de partida han sido siempre ínfimos y minúsculos: historias de desnutrición, de falta de comodidad en las prisiones. Y, a partir de estos fenómenos locales, a partir de estos puntos de partida muy concretos, en lugares determinados, empezó a resultar evidente que el fenómeno irradiaba, irradiaba rápidamente e implicaba a toda una serie de personas que no compartían la misma situación ni los mismos problemas. Se puede añadir que estas resistencias parecían relativamente indiferentes a los regímenes políticos o a los sistemas económicos, incluso, a veces, a las estructuras sociales de los países en los que se desarrollaban. Hemos presenciado, por ejemplo, luchas, resistencias, huelgas en las prisiones tanto en Suecia, que representa un sistema penal y penitenciario ttuy progresista en relación con el nuestro, como en países como «alia o España, cuya situación era mucho peor y el contexto político muy diferente. Se podría decir lo mismo del movimiento de las mujeres y de las luchas en torno a los juegos de poder entre hombres y mujeres. El Movimiento feminista también se desarrolla tanto en Suecia como etl Italia, en donde el estatuto de las mujeres, el de las relaciones ¡guales, las relaciones entre el marido y la mujer, entre hombre y PuJer, eran muy diferentes. Lo que se pone de manifiesto es que el f pjetivo de todos estos movimientos no coincide con el de los mohientos políticos o revolucionarios tradicionales: nada tienen iue ver con el poder político o con el sistema económico.

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Tercera característica: este tipo de lucha y de resistencia se p r ^ pone como objetivo fundamental los hechos de poder en sí mis. mos, mucho más que algo así como una explotación económica 0 una desigualdad. Lo que se pone en cuestión en estas luchas es el hecho de que cierto poder se ejerza y de que el solo hecho de su ejercicio resulte insoportable. Pondré como ejemplo una anécdota que pueden tomar en broma o en serio: en Suecia existen prisiones en las que los detenidos pueden recibir a sus mujeres y hacer el amor con ellas. Cada preso tiene una habitación. Un día, una joven sueca, estudiante y militante apasionada, vino a buscarme para que le ayudara a denunciar el fascismo de las prisiones suecas. Le pregunté en qué consistía ese fascismo. Ella me respondió: las habitaciones en las que los presos pueden hacer el amor con sus mujeres no se pueden cerrar con llave. Por supuesto, es gracioso; pero también es muy significativo de que, realmente, lo que está en cuestión es el poder. De la misma manera, la serie de reproches y de críticas dirigidas a la institución médica —pienso en las de Illich, pero hay otras muchas— no se dirigen, en esencia, al hecho de que las instituciones médicas conciban la medicina como fuente de beneficios, a pesar de que se denuncien las relaciones que existen entre los laboratorios farmacéuticos y ciertas prácticas médicas o ciertas instituciones hospitalarias. Lo que se reprocha a la medicina no es el disponer sólo de un saber frágil y a menudo erróneo. Lo que se le critica es esencialmente, desde mi punto de vista, que se ejerce un poder incontrolable sobre el cuerpo, sobre el sufrimiento del enfermo y sobre su vida y su muerte. No sé si ocurre lo mismo en Japón, pero me sorprende que en los países europeos se haya planteado el problema de la muerte no bajo la forma de un reproche contra la medicina por no haber sido capaz de prolongarnos la vida, sino, al contrario, por el hecho de prolongarnos la vida aunque no lo queramos. Le reprochamos a la medicina, al saber médico, a la tecnOestructura médica, que decide por nosotros sobre la vida y la muerte, que nos mantiene en una vida científica y técnicamente muy sofisticada, pero sin que nosotros la deseemos. El derecho a la muerte consiste en el derecho a decir «no» al saber médico w ejercicio. No se trata de una exigencia para el saber médico. El blanco es, sin duda, el poder. En el asunto de Narita, también encontramos algo semejante: los agricultores de Narita habrían obtenido ventajas considerables si hubieran aceptado algunas de las propuestas que les hicieron. Su rechazo tuvo que ver con el hecho de que se ejerciese

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I obre ellos una forma de poder que no deseaban. Lo que estaba en 1. e go en el asunto de Narita no era tanto la cuestión económica, : •*-po el modo en que el poder se ejerció sobre ellos, simplemente, el |j, e cho de que se tratara de una expropiación, fuera de la manera I ue fuera, decidida desde arriba; a este poder arbitrario, se responde con una inversión violenta del poder. La última característica de estas luchas sobre la que me gustaría i insistir es el hecho de que son luchas inmediatas. Y esto en dos sentidos. Por una parte, conciernen a las instancias de poder más próximas; conciernen a todo lo que se ejerce de forma inmediata sobre los individuos. Dicho de otra manera, en estas luchas no se trata de seguir el principio general del leninismo sobre el enemigo principal o sobre el eslabón más débil. Estas luchas inmediatas tampoco esperan la llegada de un momento futuro que sería la revolución, la liberación, la desaparición de las clases, la disolución del Estado, la solución de los problemas. Podemos decir que, en relación con una jerarquía teórica de explicaciones o con un orden revolucionario que polariza la historia y que jerarquiza sus momentos, estas luchas son luchas anárquicas; se inscriben en el seno de una historia que es inmediata, que se acepta y se reconoce como indefinidamente abierta. Ahora quisiera volver a esa filosofía analítico-política a la que me he referido antes. Creo que el papel de dicha filosofía analítica del poder debería consistir en calibrar la importancia de estas luchas y de los fenómenos a los que, hasta ahora, no se les ha concedido más que un valor marginal. Sería necesario mostrar hasta qué punto estos procesos, estas agitaciones, estas luchas, oscuras, mediocres, a veces pequeñas, son diferentes de las formas de lucha que, bajo el signo de la revolución, han sido tan valoradas en Occidente. Es totalmente evidente que, sea cual sea el vocabulario empleado, sean cuales sean las referencias teóricas de los que participan en estas luchas, tienen que ver con un proceso, que aun siendo muy importante, no es en absoluto un proceso de forma, de morfología revolucionaria en el sentido clásico del término «revolución», en la medida e n que la revolución designa una lucha global y unitaria de una nación entera, de todo un pueblo, de toda una clase; en el sentido de que la revolución designa una lucha que promete transformar de ar riba a abajo el poder establecido, aniquilarlo en su origen; en el Se ntido en que la revolución expresa la lucha que conduce a la libera ción total, a una lucha imperativa, ya que exige, en definitiva, que 'as demás luchas se subordinen y supediten a ella. ¿Estamos viviendo en este final del siglo xx el fin de la época de ' a revolución? Este tipo de profecía, esta condena a muerte de la re-

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volución, me parece un poco disparatada. Quizás estemos viviendo el final de un período histórico que, desde 1789-1793, ha estado, aj menos en Occidente, dominado por el monopolio de la revolución con los efectos despóticos que esto implicaba, sin que, sin embar! go, esta desaparición del monopolio de la revolución signifique una revalorización del reformismo. En efecto, en las luchas a las qne acabo de referirme no hay reformismo, ya que el reformismo tiene como función estabilizar el sistema de poder a través de cierto número de cambios, mientras que en estas luchas se trata de desestabilizar los mecanismos de poder, una desestabilización que aparentemente no tiene fin. Estas luchas descentradas en relación con los principios, con las prioridades, con los privilegios de la revolución no son fenómenos circunstanciales ligados a coyunturas particulares. Se inscriben en una realidad histórica que existe de forma sólida, que no es apariencia, sino que es profundamente sólida en las sociedades occidentales desde hace muchos siglos. Creo que estas luchas remiten a una estructura mal conocida, pero esencial en nuestra sociedad. Ciertas formas del ejercicio del poder son totalmente visibles y engendran luchas que también se reconocen rápidamente, puesto que tienen un objetivo visible: contra las formas de dominación colonizadoras, étnicas, lingüísticas, existen luchas nacionalistas, luchas sociales cuyo objetivo explícito y conocido son las formas económicas de explotación; han existido luchas políticas contra las formas jurídicas y políticas del poder, formas bien visibles y conocidas. Las luchas a las que me refiero, cuyo análisis es algo más complicado que el de las luchas revolucionarias, conciernen a un poder que existe en Occidente desde la Edad Media, una forma de poder que no es exactamente ni un poder político o jurídico, ni un poder económico, ni un poder de dominación étnica y que, sin embargo, ha tenido enormes efectos estructuradores en el seno de nuestras sociedades. Se trata de un poder de origen religioso, que es el que pretende conducir y dirigir a los hombres a lo largo de si vida y en cada una de las circunstancias de esa vida, un poder que consiste en querer ocuparse detalladamente de la existencia de los hombres y de su desarrollo desde su nacimiento hasta su muerte y todo ello para obligarlos, en cierta manera, a comportarse de determinada forma, a conseguir su salvación. Esto es lo que podríam° s llamar el poder pastoral. Etimológicamente, tomando los términos al pie de la letrâM poder pastoral es el poder que el pastor ejerce sobre su rebaño. As1 pues, un poder de este tipo, tan atento, tan solícito, tan preocupad 0

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por la salvación de todos y cada uno, no fue conocido en las sociedades antiguas, las sociedades griegas y romanas, y seguramente no les hubiera gustado. Con el cristianismo, con la institución de la Iglesia, con su organización jerarquizada y territorial, así como c on el conjunto de creencias relativas al más allá, al pecado, a la salvación, a la economía de los méritos y con la definición del papel del sacerdote, sólo así aparece la concepción de los cristianos como rebaño, sobre el cual cierto número de individuos, que gozan de un estatuto particular, tienen el derecho y el deber de ejercer la tarea de la pastoría. El poder pastoral se desarrolla a lo largo de la Edad Media, manteniendo relaciones estrechas y difíciles con la sociedad feudal. Se desarrolla más intensamente aún en el siglo xvi, con la Reforma y la Contrarreforma. A través de esta historia que comienza con el cristianismo y que continúa hasta el corazón de la época clásica, incluso hasta la víspera de la Revolución, el poder pastoral conserva un carácter esencial, singular en la historia de las civilizaciones: el poder pastoral, a pesar de ejercerse, como cualquier otro poder de tipo religioso o político, sobre todo el grupo, tiene como misión principal cuidar de la salvación de todos ocupándose de cada uno en particular, de cada cordero del rebaño, de cada individuo, no solamente para apremiarle a actuar de tal o cual manera, sino también para conocerle, descubrirle, para hacer emerger su subjetividad y estructurar la relación consigo mismo y con su conciencia. Las técnicas de la pastoral cristiana relativas a la dirección de la conciencia, al cuidado de las almas, a su cura, todas esas prácticas que van del examen a la confesión, pasando por el reconocimiento (aveu), comportan esa relación obligada de uno consigo mismo en términos de verdad y de discurso también obligado, y creo que éste es uno de los puntos fundamentales del poder pastoral y que lo define como un poder individualizante. El poder en las ciudades griegas y en el Imperio romano no necesitaba conocer a cada uno de los individuos, no necesitaba constituir en torno a ellos un pequeño núcleo de verdad que la declaración (aveu) debía sacar a la luz y que la escucha atenta del pastor debía recoger y juzgar. El poder feudal tampoco necesitaba esta economía individualizante del poder. La monarquía absoluta y su aparato administrativo todavía no sentían esta necesidad. El poder se ejercía, bien sobre toda la ciudad, bien sobre los grupos, sobre los territorios o sobre categorías de individuos. En estas sociedades existían grupos y estatutos; todavía no se había llegado a una sociedad individualista. Mucho antes del gran momento del desarrollo de la sociedad industrial y burguesa, el

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poder religioso del cristianismo trabajó el cuerpo social hasta constituir individuos ligados a sí mismos bajo la forma de la subjetividad, a la cual se le pide que tome conciencia de sí misma en términos de verdad y bajo la forma de la confesión (aveu).b Quisiera hacer dos observaciones con respecto al poder pasto-I ral. La primera es que sería interesante comparar la pastoría, el poder pastoral de las sociedades cristianas con lo que ha podido ser el papel y los efectos del confucianismo en las sociedades del Extremo Oriente. Habría que señalar la práctica coincidencia cronológica de los dos, y advertir en qué medida el papel del poder pastoral fue importante en el desarrollo del Estado en los siglos xvi y xvii en Europa, de la misma forma que el confucianismo lo fue en el Japón en la época de Tokutawa. Pero también existen diferencias entre el poder pastoral y el confucianismo: la pastoría es esencialmente religiosa y el confucianismo no lo es; la pastoría espiritual se dirige a un objetivo que está más allá y sólo interviene aquí abajo en función del más allá, sin embargo el confucianismo tiene un papel esencialmente terrenal; el confucianismo apunta a una estabilidad general del cuerpo social a través de un conjunto de reglas generales que se imponen ya sea a todos los individuos, ya a todas las categorías de individuos, mientras que la pastoría establece relaciones de obediencia individualizadas entre el pastor y su rebaño; finalmente, la acción pastoral tiene, en función de las técnicas que emplea (dirección espiritual, cuidado de las almas, etc.), efectos individualizantes que el confucianismo no conlleva. Se abre un campo de estudios muy importante que se podría desarrollar a partir de los trabajos fundamentales realizados en Japón por Masao Maruyama. Mi segunda observación es la siguiente: de una forma paradójica y bastante inesperada, a partir del siglo xvni, tanto las sociedades capitalistas e industriales, como las formas modernas de Estado que las acompañaron y sustentaron, necesitaron procedimientos, mecanismos, esencialmente procedimientos de individualización que habían sido puestos en práctica por la pastoría religiosa. Fuera cual fuera el desahucio de cierto número de instituciones religiosas, fueran cuales fueran las mutaciones, que llamaremos por abreviar b

El término confession se refiere expresamente al sacramento. Aveu implica en un único gesto la declaración en la que alguien se reconoce y confiesa, se declara autor. Reconocimiento, declaración y confesión que se vierten en cada caso en el texto. Este tipo de confesión (aveu) resulta decisivo para la construcción de individuos bien determinados. (N. deled.)

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ideológicas, y que realmente modificaron profundamente la relación del hombre occidental con las creencias religiosas, se produjo la implantación, incluso la multiplicación y difusión de técnicas pastorales en el ámbito laico del aparato del Estado. De esto se sabe y se habla poco, sin duda debido a que las grandes formas estatales que se desarrollan a partir del siglo xvín se justificaron mucho más e n términos de libertad asegurada que de mecanismos de poder implantados y quizá también porque esos pequeños mecanismos de poder tenían algo de humilde y de inconfesable que hacía que no fueran considerados dignos de análisis y de discurso. Como dice un escritor en esa novela llamada Un hombre ordinario, el orden prefiere ignorar la mecánica que organiza su realización cuando es tan sórdida que destruye toda vocación de justicia. Precisamente son estos pequeños mecanismos, humildes y casi sórdidos los que hay que hacer emerger de la sociedad en la que funcionan. Durante los siglos xvín y xix, en Europa, hemos asistido a una reconversión, a un trasvase de lo que habían sido los objetivos tradicionales de la pastoría espiritual. A menudo se dice que el Estado y la sociedad moderna ignoran al individuo. Cuando se^ mira desde más cerca, sorprende lo contrario, la atención que el Estado dedica a los individuos; sorprenden las técnicas puestas en marcha y desarrolladas para que el individuo no escape de ninguna manera al poder, ni a la vigilancia, ni al control, ni al saber, ni al adiestramiento, ni a la corrección. Todas las grandes máquinas disciplinarias (cuarteles, escuelas, talleres y prisiones) son máquinas que permiten cercar al individuo, saber lo que es, lo que hace, lo que puede hacer, dónde es necesario situarlo, cómo situarlo entre los otros. Las ciencias humanas son, también, saberes que permiten conocer qué son los individuos, quién es normal y quién no lo es, quién es razonable y quién no lo es, quién es apto y para qué, cuáles son los comportamientos previsibles de los individuos, cuáles hay que eliminar. La importancia de la estadística radica en que permite medir cuantitativamente los efectos de masa de los comportamientos individuales. Además, es preciso añadir que los mecanismos de asistencia y de seguridad, así como sus objetivos de racionalización económica y de estabilización política, tienen efectos individualizantes: hacen del individuo, de su existencia y de su comportamiento, de la vida, de la existencia no sólo de todos, sino de cada uno, un acontecimiento que es pertinente, que es incluso necesario, indispensable para el ejercicio del poder en las sociedades modernas. El individuo ha llegado a ser un envite esencial para d poder. Paradójicamente, el poder es más individualizador en la

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medida en que es más burocrático y más estatal. La pastoría espiritual, al haber perdido en su forma estrictamente religiosa lo esencial de sus poderes, ha encontrado en el Estado un nuevo soporte y un principio de transformación. Quisiera terminar volviendo a esas luchas, a esos juegos de poder a los que me he referido antes y entre los cuales, las luchas en torno a la prisión y al sistema penal no son sino uno de los ejemplos y casos posibles. Estas luchas, ya sean las relativas a la locura, a la enfermedad mental, a la razón y a la sinrazón, ya se trate de las concernientes a las relaciones sexuales entre individuos, las relaciones entre sexos, ya sean luchas en torno al medio ambiente y a lo que se llama ecología, ya afecten a la medicina, la salud y la muerte, tienen un objeto y unas miras muy precisos que les confieren importancia, miras completamente diferentes de las que persiguen las luchas revolucionarias y que merecen al menos que se las tome en consideración tanto como a éstas. Lo que denominamos, desde el siglo xix, la Revolución, lo que persiguen los partidos y los llamados movimientos revolucionarios es esencialmente lo que constituye el poder económico...

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«Sei to Kenryoku» («Sexualité et pouvoir»; conferencia en la Universidad de Tokio, el 20 de abril de 1978, seguida de un debate), Gendaishisô, julio de 1978, págs. 58-77.

En primer lugar, quisiera agradecer a los responsables de la Universidad de Tokio que me hayan permitido venir aquí y mantener esta reunión con ustedes; me hubiera gustado que hubiera sido un seminario en el transcurso del cual hubiéramos podido discutir los unos con los otros, plantear cuestiones, intentar responderlas —con frecuencia más plantearlas que responderlas—. Quisiera dar las gracias especialmente a M. Watanabe quien, después de tantos años, ha querido seguir en contacto conmigo, tenerme al corriente de los asuntos japoneses, verme cuando viene a Francia, ocuparse de mí con un cuidado paternal —o maternal— cuando estoy en Japón. No sé realmente cómo expresarle toda mi gratitud por lo que ha hecho y por lo que continúa haciendo. Había pensado que esta tarde tendríamos la ocasión de discutir así, unos pocos, alrededor de una mesa que se llama redonda —incluso cuando es cuadrada—, quiero decir, de una mesa que permita las relaciones de intercambios continuos y en igualdad. El gran número de participantes —de lo cual, por supuesto, me alegro— tiene el inconveniente de obligarme a adoptar el papel de profesor, una posición distanciada y también me obliga a hablarles de una forma continua, aunque intente evitar el posible dogmatismo. De todas formas, no quisiera exponerles ni una teoría, ni una doctrina, ni siquiera el resultado de un trabajo de investigación, puesto que —ya lo ha recordado M. Watanabe— tengo el privilegio de que la mayoría de mis libros y mis artículos estén traducidos al japonés. Sería, Por mi parte, indecente y poco educado retomarlos y lanzárselos como un dogma. Prefiero explicarles en qué estoy ahora, qué tipo

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de problemas me preocupan y someter a su consideración algunas hipótesis que me permiten sustentar, en la actualidad, mi trabajo Evidentemente, me gustaría que después de esta exposición, que espero no dure más de media hora o tres cuartos, pudiéramos discutir y, quizá, conseguir crear una atmósfera ¿cómo decirlo?, más relajada, y así, será más fácil intercambiar preguntas y respuestas. Por supuesto, ustedes pueden plantear las cuestiones en japonés —no es que yo las entienda, pero me las traducirán—; pueden también plantearlas en inglés. Les contestaré en una jerga cualquiera y nos entenderemos. Voy a intentar —ya que han tenido la gentileza de venir a escuchar una conferencia en francés— hablar lo más claramente posible; ya sé que tienen unos profesores competentes y que no debo preocuparme por su nivel lingüístico, pero, en cualquier caso, la cortesía me obliga a intentar que me comprendan; por lo tanto, si hay problemas o dificultades, si no comprenden o, simplemente, si les surge alguna pregunta, por favor, interrúmpanme, planteen su pregunta, estamos aquí, esencialmente, para entrar en contacto, para discutir y para intentar romper, en la medida de lo posible, la forma habitual de una conferencia. Hoy quisiera exponerles el estado, no tanto de mi trabajo, sino de las hipótesis del mismo. Me ocupo actualmente de una especie de historia de la sexualidad que había prometido, imprudentemente, que constaría de seis volúmenes. Confío en no llegar hasta el final, pero, en cualquier caso, me parece que, en torno a este problema de la historia de la sexualidad, giran cierto número de cuestiones que son importantes o que podrían serlo si se las trata de forma pertinente. No estoy seguro de tratarlas de manera adecuada, pero, quizás, el mero hecho de plantearlas ya valga la pena. ¿Qué sentido tiene emprender una historia de la sexualidad? Para mí, quiere decir lo siguiente: me había sorprendido que Freud, que el psicoanálisis, situara el punto histórico de su comienzo, su punto de arranque, en un fenómeno que, a finales del siglo xix, tuvo una gran importancia en la psiquiatría y, de una forma más general, en la sociedad, podemos decir, en la cultura occidental. Este fenómeno singular —casi marginal— fascinó a los médicos, digamos que fascinó de una manera general a los investigadores, a los que se interesaban de una forma o de otra por los problemas menos restringidos de la psicología. Este fenómeno fue la histeria. Dejemos a un lado, si me lo permiten, el aspecto específicamente médico de la histeria; la histeria, caracterizada esencialmente por el fenómeno del olvido, del desconocimiento completo de uno mismo por parte del sujeto que podía llegar a ignorar, a causa de su síndrome his-

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térico, un fragmento completo de su pasado o una parte entera de u cuerpo. Freud mostró que el desconocimiento de sí mismo por narte del sujeto fue el punto de anclaje del psicoanálisis y que conestía en un desconocimiento, no de sí mismo en general, sino de s u deseo, o, empleando un término que quizá no sea el más adecuado, de su sexualidad. En un principio, es, pues, un desconocimiento, por parte del sujeto de su deseo. Éste es el punto de partida ¿el psicoanálisis, y, a partir de aquí, dicho desconocimiento fue localizado y utilizado por Freud como medio general, a la vez de análisis teórico y de investigación práctica en relación con estas enfermedades. ¿Qué significa el desconocimiento de los propios deseos? Ésta es la cuestión que Freud no deja de plantearse. Así pues, sea cual fuere la fecundidad de este problema y la riqueza de los resultados a los que llega, me parece que, no obstante hay otro fenómeno casi inverso a éste, fenómeno que me ha sorprendido, que podríamos llamar —ahora pido a los profesores franceses que se tapen los oídos porque me expulsarán de su cenáculo y no me dejarán volver a poner aquí los pies—, voy a utilizar una palabra que no existe, un fenómeno de «sobresaber»; quiero decir, un fenómeno de saber en cierta medida, excesivo, multiplicado, de saber a la vez intensivo y extensivo de la sexualidad, no sólo en el plano individual, sino también en el plano cultural, en el social, en formas teóricas o simplificadas. Me pareció que la cultura occidental estaba afectada por una especie de desarrollo, de hiperdesarrollo del discurso sobre la sexualidad, de la teoría sobre la sexualidad, de la ciencia sobre la sexualidad, del saber sobre la sexualidad. Podríamos decir que, a finales del siglo xix, se produce en las sociedades occidentales un doble fenómeno muy importante: por una parte, un fenómeno general, pero sólo localizable en los individuos, que consiste en el desconocimiento por parte del sujeto de su propio deseo —lo que se manifiesta especialmente en la histeria— y al mismo tiempo, al contrario, un fenómeno de «sobresaber» cultural, social, científico y teórico sobre la sexualidad. Esos dos fenómenos, de desconocimiento de la sexualidad por parte del propio sujeto, y de un «sobresaber» sobre la sexualidad por parte de la sociedad, no son contradictorios. Coexisten de forma real en Occidente y uno de los problemas consiste en explicar cómo, en una sociedad como la nuestra, existen a la vez tal producción teórica, tal producción especulativa, tal producción analítica sobre la sexualidad y, al mismo tiempo, un desconocimiento de la propia sexualidad por Parte del sujeto.

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Ustedes ya saben que el psicoanálisis no ha respondido directa» mente a este problema. Tampoco creo que pueda decirse exactamente, en sentido estricto, que no lo haya abordado. No lo ignoró del todo y la tendencia del psicoanálisis consistió en decir que, en el fondo, esta producción, esta superproducción teórica, discursiva en relación con la sexualidad en las sociedades occidentales, no era de hecho otra cosa que el producto, el resultado del desconocimiento de la sexualidad que se producía a nivel individual y en el propio sujeto. Más aún, creo que el psicoanálisis afirmaría que, precisamente, para que los sujetos continúen ignorando lo que concierne a su sexualidad y a sus deseos, existe toda una producción social de los discursos sobre la sexualidad, considerados como discursos erróneos, discursos irracionales, afectivos, mitológicos. Podemos decir que los psicoanalistas sólo han abordado el saber sobre la sexualidad a través de dos vías: ya sea tomando como punto de partida, como ejemplo, en cierta medida como matriz del saber sobre la sexualidad, las famosas teorías de que los niños se constituyen, en razón de su nacimiento, por el hecho de que tengan o no un sexo masculino, por la diferencia entre el niño y la niña. Freud intentó pensar el saber sobre la sexualidad a partir de esta producción fantasmagórica que encontramos en los niños o, incluso, también, intentó abordar el saber de la sexualidad en psicoanálisis a partir de los grandes mitos de la religión occidental, pero creo que los psicoanalistas nunca se han tomado en serio el problema de la producción de teorías sobre la sexualidad en la sociedad occidental. No obstante, esta producción masiva que se remonta muy alto y muy lejos, al menos a partir de san Agustín, desde los primeros siglos cristianos, es un problema que se debe tomar en serio y que no se puede reducir, simplemente, a modelos que remiten a una mitología, a un mito o incluso a una teoría fantasmagórica. Si mi proyecto al elaborar una historia de la sexualidad pretende invertir esta perspectiva, no es para afirmar que el psicoanálisis se equivoca, ni es para negar que en nuestras sociedades existe un desconocimiento por parte del sujeto de su propio deseo, sino para afirmar que, por una parte, es necesario estudiar desde dentro, en sus orígenes y en sus formas específicas esta superproducción de saber sociocultural sobre la sexualidad y, por otra, intentar ver en qué medida el mismo psicoanálisis, que se presenta, precisamente, como la fundación racional de un saber del deseo, en qué medida, también, el psicoanálisis forma parte, sin duda, de esta gran economía de la sM perproducción del saber crítico con relación a la sexualidad. Esto es lo que está en juego en el trabajo que pretendo realizar, que no es en

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un trabajo antipsicoanalítico, sino que intenta retomar el problema de la sexualidad o, más bien, del saber sobre la sexualidad a partir, no del desconocimiento por parte del sujeto de su propio deseo, sino de la superproducción del saber social y cultural, del saber colectivo sobre la sexualidad. Si se quiere estudiar esta superproducción del saber teórico sobre la sexualidad, me parece que lo primero que nos encontramos, la primera característica chocante en el discurso que la cultura occidental ha mantenido sobre la sexualidad, es que este discurso, de forma rápida y temprana, adoptó una forma que podríamos llamar científica. Con esto no quiero decir que este discurso siempre haya sido racional, ni que siempre haya obedecido a los criterios de lo que llamamos una verdad científica. Mucho antes del psicoanálisis, en la psicología del xix y también en lo que podríamos llamar la psicología del xviii, y más aún en la teología moral del xvn e incluso en la Edad Media, encontramos toda una especulación sobre la sexualidad, sobre el deseo, sobre lo que en ese momento se entendía como la concupiscencia; todo un discurso que se pretendía racional y científico, y me parece que es precisamente aquí donde se puede apreciar una diferencia radical entre las sociedades occidentales y, al menos, cierto número de sociedades orientales. Me estoy refiriendo a un análisis que esbocé en un primer volumen de esta Historia de la sexualidad, que M. Watanabe ha tenido la amabilidad de traducir y comentar, creo, en una revista. Es la oposición entre sociedades que intentan mantener un discurso científico sobre la sexualidad, como hacemos en Occidente y sociedades en las cuales el discurso sobre la sexualidad es igualmente un discurso muy extenso, muy prolífico, un discurso que se multiplica mucho, pero que no busca fundar una ciencia, sino que, por el contrario, intenta definir un arte; arte de producir, a través de la relación sexual o con los órganos sexuales, un tipo de placer que se pretende que sea lo más intenso, lo más fuerte o lo más duradero posible. En muchas sociedades orientales encontramos, también lo vemos en Roma y en la Grecia antigua, toda una serie de discursos muy numerosos sobre esta posibilidad, sobre la búsqueda, en todo caso, de los métodos a través de los cuales se puede llegar a intensificar el placer sexual. El discurso que encontramos en Occidente, al menos desde la Edad Media, es totalmente distinto. En Occidente no tenemos un arte erótico. Dicho de otra forma, no se aprende a hacer el amor, ni a darse placer, ni a producir placer en los demás; no aprendemos a maximizar, a intensificar más nuestro propio placer a través del placer de los otros. Esto no se

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aprende en Occidente y no poseemos otro discurso, ni otra iniciación a este arte erótico, que no sea clandestina y puramente interindividual. Por el contrario, tenemos o intentamos tener, una ciencia sexual —scientia sexualis— sobre la sexualidad de la gente, pero no sobre su placer, que no aborda qué es lo que hay que hacer para que el placer sea lo más intenso posible, sino que se pregunta cuál es la verdad de lo que es en el individuo, su sexo o su sexualidad: verdad del sexo y no intensidad del placer. Creo que hay dos vías de investigación, dos caminos de análisis, dos tipos distintos de discurso completamente diferentes que aparecen en dos tipos de sociedades, también muy diferentes. Vuelvo a hacer un pequeño paréntesis: esto es algo sobre lo que me encantaría discutir con personas cuyo background cultural e histórico es muy diferente del mío y me gustaría especialmente, porque en Occidente se sabe poco en qué ha consistido, en sociedades como la suya o como la sociedad china, el arte erótico, cómo se ha desarrollado y a partir de qué saber. En cualquier caso, creo que sería interesante abordar un estudio comparado sobre el arte erótico en las sociedades orientales y el nacimiento de una ciencia de la sexualidad en Occidente... Volvamos, si les parece, a Occidente. Lo que me gustaría hacer en este trabajo sobre la historia de la sexualidad, es, exactamente, la historia de la ciencia sobre la sexualidad, de esta scientia sexualis, y no precisamente para explicar sus distintas concepciones, sus diferentes teorías o sus diferentes afirmaciones —al respecto se podría escribir una verdadera enciclopedia—. Lo que me pregunto es por qué las sociedades occidentales, digamos las sociedades europeas, han necesitado tanto de una ciencia sexual o, en todo caso, por qué razón, durante tantos siglos y hasta nuestros días, han intentado construir una ciencia de la sexualidad; dicho de otra manera, ¿por qué nosotros europeos, desde hace siglos, hemos querido y queremos saber la verdad sobre nuestra sexualidad y no cómo conseguir la intensidad en el placer? Para resolver esta cuestión existe, evidentemente, un esquema, un esquema habitual, una hipótesis que nos viene a la cabeza y que consiste en decir lo siguiente: en Occidente, sin duda gracias a Freud —desde Freud—, y después, toda una serie de movimientos políticos, sociales y culturales diversos, comenzaron a liberar algo la sexualidad de la carcasa en la que estaba encerrada, comenzaron a permitirle hablar, a pesar de que, durante siglos, había estado condenada al silencio. Estamos liberando la sexualidad y, al mismo tiempo, estableciendo la condición para poder tomar conciencia de ella, mientras que, en los siglos precedentes, por una parte, la pesantez de una moral burguesa y, por

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otra, una moral cristiana —la primera tomando, en cierta medida, el relevo y la continuación de la segunda— habían impedido en Occidente preguntarse realmente sobre la sexualidad. Dicho de otra forma, el esquema histórico que se utiliza habitualmente se desarrolla en tres tiempos, en tres tramos, en tres períodos. Primer movimiento: la Antigüedad griega y romana, donde la sexualidad era libre, se expresaba sin dificultades y se desarrollaba efectivamente; existía, en todo caso, un discurso en forma de arte erótico. Después interviene el cristianismo, imponiendo, por primera vez en la historia de Occidente, una gran prohibición sobre la sexualidad, negando el placer y de la misma forma el sexo. Esta negación, esta prohibición condujo a un silencio sobre la sexualidad, fundado, esencialmente, en prohibiciones morales. Pero, a partir del siglo xvi, la burguesía en situación hegemónica de dominación económica y de hegemonía cultural, retomó por su cuenta el ascetismo cristiano, el rechazo cristiano a la sexualidad —para aplicarlo de forma más severa todavía y con medios más rigurosos— prolongándolo hasta el siglo xix, momento en el que, con Freud, se comienza a destapar el velo. Éste es el esquema histórico que se suele utilizar cuando se hace una historia de la sexualidad en Occidente, es decir, se constituye esta historia estudiando, en primer lugar, los mecanismos de represión, de prohibición, de lo que se rechaza, se excluye, se niega, y después haciendo al cristianismo el gran responsable de este gran rechazo occidental de la sexualidad. El cristianismo sería el que habría dicho «no» a la sexualidad. Creo que este esquema, tradicionalmente admitido, no es exacto y no se puede tener por bueno debido a una serie de razones. En el libro, del que M. Watanabe ha tenido la amabilidad de traducir un capítulo, me he preguntado, fundamentalmente, sobre los problemas de método y sobre el privilegio que se le concede a la prohibición y a la negación cuando se hace una historia de la sexualidad. He intentado mostrar que sería, sin duda, más interesante y más enriquecedor hacer la historia de la sexualidad partiendo de lo que la ha motivado y la ha incitado, más que a partir de lo que la ha prohibido. En fin, dejemos esto. Se le puede formular una segunda objeción al esquema tradicional al que acabo de referirme y de esto es de lo que quisiera hablarles: objeción no de método, sino de hecho. De hecho, no soy yo el que formula esta objeción: son los historiadores, más exactamente un historiador de la Antigüedad romana que trabaja actualmente en Francia y que se llama Paul Veyne, quien está realizando una serie de estudios sobre la sexualidad en el mundo

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romano antes del cristianismo; ha descubierto una cantidad de cosas importantes que hay que tener en cuenta. Ustedes saben que, en general, cuando se quiere caracterizar a la moral cristiana en relación con la sexualidad y cuando se la opone a la moral pagana, a la moral griega y romana, recurrimos a los siguientes rasgos: en primer lugar, el cristianismo sería quien impuso a las sociedades antiguas la regla de la monogamia; en segundo lugar, el cristianismo habría designado como función, no sólo privilegiada o principal, sino como función exclusiva, como única función de la sexualidad, la reproducción, hacer el amor sólo para tener hijos. Finalmente, en tercer lugar —hubiera podido comenzar por aquí— una descalificación general del placer sexual. El placer sexual es un mal, un mal que es necesario evitar y al cual hay que concederle la menor importancia posible. Conceder al placer sexual la menor importancia posible, utilizar este placer, a pesar suyo, sólo para engendrar niños y sólo niños, por lo tanto, no practicar las relaciones sexuales y no encontrar placer más que en el seno del matrimonio, del matrimonio legítimo y monogámico. Estos tres rasgos definirían el cristianismo. No obstante, los trabajos de Paul Veyne muestran que estos tres grandes principios de moral sexual ya existían en el mundo romano antes de la aparición del cristianismo y que fue otra moral, en gran parte de origen estoico y apoyada por las estructuras sociales e ideológicas del Imperio romano la que comenzó, mucho antes del cristianismo, a inculcar estos principios a los habitantes del mundo romano, es decir, sencillamente a los habitantes del mundo desde el punto de vista de los europeos; en esa época, casarse y conservar a su mujer, hacer el amor con ella para tener niños, protegerse lo máximo posible de las tiranías del deseo sexual, era algo que ya habían adquirido los ciudadanos, los habitantes del Imperio romano antes de la aparición del cristianismo. Por lo tanto, el cristianismo no es responsable de todas estas prohibiciones, descalificaciones y limitaciones de la sexualidad de las que con frecuencia se le hace responsable. La poligamia, el placer fuera del matrimonio, la valoración del placer, la indiferencia en relación con los hijos, ya habían desaparecido, en lo esencial, del mundo romano antes del cristianismo y sólo quedaba una pequeña élite, una pequeña capa, casta social de privilegiados, de gente rica, ricos y, por tanto, disolutos, que no practicaban estos principios, pero en lo fundamental, ya habían sido asimilados. Ahora bien, ¿sería correcto decir que el cristianismo no ha de-i sempeñado ningún papel en esta historia de la sexualidad? Creo que, de hecho, el cristianismo ha jugado un papel importante, pero

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considero que este papel no ha consistido en la introducción de ideas morales nuevas; no ha consistido en la introducción, la aportación o la inserción de nuevas prohibiciones. Me parece que lo que el cristianismo ha aportado a esta historia de la moral sexual son nuevas técnicas. Nuevas técnicas para imponer esta moral o, más exactamente, un mecanismo o un conjunto de nuevos mecanismos de poder para inculcar estos nuevos imperativos morales, imperativos morales que habían dejado de ser novedosos en el momento en el que el cristianismo penetró en el Imperio romano, convirtiéndose muy pronto en la religión del Estado. Por lo tanto, hay que construir la historia de la sexualidad en el mundo occidental después del cristianismo desde los mecanismos de poder, más que desde las ideas morales y las prohibiciones éticas. Entonces, cabe una pregunta: ¿qué nuevos mecanismos de poder introduce el cristianismo en el mundo romano, revalorizando las prohibiciones que allí ya eran reconocidas y aceptadas? A este poder lo llamaría, más exactamente se le llama, la pastoría, es decir, la existencia, en el seno de la sociedad, de una categoría de individuos específicos y singulares, que no se definen totalmente ni por su estatus, ni por su profesión, ni por su cualificación individual, intelectual o moral, sino individuos que, en la sociedad cristiana, desempeñan el papel de pastor en relación con los demás individuos que son para ellos sus corderos o su rebaño. Creo que la introducción de este tipo de poder, de esta forma de dependencia, de dominación en el seno de la sociedad romana, de la sociedad antigua, es un fenómeno muy importante. Efectivamente, lo primero que es necesario señalar a este respecto es que, en la sociedad antigua griega o romana, nunca se concibió que ciertos individuos pudieran desempeñar el papel de pastores de otros, para guiarles a lo largo de toda su vida, desde el nacimiento hasta la muerte. En la literatura griega y romana, los hombres políticos jamás fueron considerados pastores espirituales, ni siquiera pastores. Cuando Platón se pregunta en la Política qué es un rey, qué es un patricio, quién debe regir una ciudad, no habla de un pastor, sino de un tejedor que organiza a los diferentes individuos de la sociedad como los hilos que anuda para formar un bello tejido. El Estado, la ciudad, es un tejido, los ciudadanos son los hilos del tejido. No existe la idea de rebaño, ni la de pastor. Por el contrario, en el mundo mediterráneo oriental, no en el roc a n o , encontramos la idea de que el jefe tiene la misma relación c on sus subditos que un pastor con su rebaño. Lo encontramos en Egipto, también en Mesopotamia y en Asiria. Pero, sobre todo, en la

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sociedad hebrea en la que el tema del rebaño y del pastor es absolutamente fundamental, desde el punto de vista religioso, político, moral y social. Dios es el pastor de su pueblo. El pueblo de Jehová es un rebaño. David, el primer rey de Israel, recibe de las manos de Dios la tarea de llegar a ser el pastor de un pueblo que, para él, será su rebaño y la salvación del pueblo judío se conseguirá, se asegurará, el día en que el rebaño llegue, por fin, al redil y sea conducido al seno de Dios. Por lo tanto, la importancia del tema pastoral es muy grande en una serie de sociedades del Mediterráneo Oriental, mientras que no existe entre los griegos y los romanos. ¿En qué consistiría, cómo se definiría este poder pastoral que encontramos tan desarrollado en Egipto, en Asiría y entre los hebreos? Podemos caracterizarlo, rápidamente, diciendo que el poder pastoral se opone al poder político tradicional habitual, en la medida en que no se ejerce sobre un territorio: el pastor no reina sobre un territorio, reina sobre una multiplicidad de individuos. Reina sobre corderos, sobre bueyes, sobre animales. Reina sobre un rebaño que se desplaza. Lo que caracteriza al pastor es reinar sobre una multiplicidad en desplazamiento. Este poder es lo característico del poder pastoral. Su principal función no es asegurar la victoria, puesto que no se ejerce sobre un territorio. Su manifestación esencial no es la conquista, ni la cantidad de riquezas o de esclavos que se pueden obtener en la guerra. Dicho de otra manera, el poder pastoral no tiene como función principal hacer el mal a los enemigos, sino procurar el bien de aquellos por los que se vela. Hacer el bien en el sentido más material del término, es decir: alimentar, sustentar, dar de comer, conducir hasta las fuentes, permitir beber, encontrar buenos pastos. El poder pastoral es, por lo tanto, un poder que asegura, al mismo tiempo, la subsistencia de los individuos y la del grupo, a diferencia del poder tradicional que se manifiesta, esencialmente, por el triunfo sobre sus sometidos (assujettis). No es un poder triunfante, es un poder benefactor. La tercera característica del poder pastoral la encontramos en las civilizaciones a las que me he referido antes: en el fondo, es una carga, ya que tiene como función principal asegurar la subsistencia del rebaño; su carácter moral esencial es ser entregado, sacrificarse para satisfacer las necesidades del rebaño. Esto lo encontramos en varios textos célebres de la Biblia, retomados frecuentemente por los comentaristas: el buen pastor es el que acepta sacrificar su vida por sus ovejas. En el poder tradicional, este mecanismo se invierte: lo que conforma a un buen ciudadano es la capacidad de sacrificar*, se por orden de un magistrado o incluso de aceptar morir por su

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rey. En el otro caso, es al contrario: el rey, el pastor, es el que acepta morir como sacrificio. Finalmente, y éste es, quizás, el rasgo más importante, el poder pastoral es un poder individualista, es decir, mientras que el rey o el magistrado tienen como función esencial salvar todo el Estado, el territorio, la ciudad, a los ciudadanos en masa, el buen pastor es capaz de velar por cada individuo en particular, uno a uno. No es un poder global. Evidentemente, el pastor debe asegurar la salvación del rebaño, pero también la de todos y cada uno de los individuos. Este conjunto de temas relativos al pastor se encuentra frecuentemente en los textos hebreos y en cierto número de textos egipcios o asirios. Poder, por tanto, que afecta a una multiplicidad —a una multiplicidad de individuos en desplazamiento, que van de un lado a otro—, poder ablativo, abnegado, poder individualista. Creo que, a partir del momento en que llegó el cristianismo, una fuerza de organización política y social introdujo en el Imperio romano este tipo de poder completamente ignorado en ese mundo. No abordaré la forma en que todo esto ocurrió de manera concreta: cómo el cristianismo se desarrolló como una Iglesia, cómo los sacerdotes adquirieron una situación, un estatus particular en su seno, cómo recibieron la obligación de asumir cierto número de cargas, cómo, efectivamente, se convirtieron en pastores de la comunidad cristiana. Creo que, a través de la organización de la pastoría en la sociedad cristiana, a partir del siglo rv d.C. e incluso en el siglo ni, se desarrolló un mecanismo de poder que ha resultado muy importante en la historia del Occidente cristiano y, de manera particular, de la sexualidad. De forma general, ¿qué significa para el hombre occidental vivir en una sociedad en la que existe este tipo de poder pastoral? En primer lugar: la existencia de un pastor implica la obligación de procurar la salvación de cada individuo. Dicho de otra forma, la salvación en el Occidente cristiano es un asunto individual—todos debemos salvarnos— pero, al mismo tiempo, esto no es objeto de elección. La sociedad cristiana, las sociedades cristianas, no dejan al individuo la libertad de decir: «Pues bien, yo no quiero salvarme». Todo individuo debe procurar su salvación: «Tú serás salvado °. mejor aún, es necesario que hagas todo lo posible para que puedas ser salvado y te castigaremos en este mundo si no haces lo necesario para salvarte». En esto consiste, precisamente, el poder del Pastor: en que tiene autoridad para obligar a la gente a hacer lo necesario para salvarse: salvación obligatoria. En segundo lugar, esta salvación obligatoria no la realiza uno s olo. La realiza uno por sí mismo, sin duda, pero únicamente se

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consigue aceptando la autoridad de otro. Aceptar la autoridad de otro significa que cada una de las acciones que realizamos deberá ser conocida o, en todo caso, podrá ser conocida por el pastor, que tiene autoridad sobre el individuo o sobre varios individuos y que, por tanto, podrá decir «sí» o «no»: «Está bien hecho así y sabemos que no debe hacerse de otra manera». Es decir que, a las viejas estructuras jurídicas que conocen todas las sociedades desde tiempos atrás —a saber, que hay cierto número de leyes comunes cuyas infracciones son castigadas— se añade otra forma de análisis del comportamiento, otra forma de culpabilización, otro tipo de condena mucho más sutil, más estrecha, más sostenida: la que está asegurada por el pastor. El pastor puede obligar a la gente a hacer todo lo necesario para su salvación; está en posición de vigilar, de ejercer, en todo caso, una vigilancia y un control continuo. En tercer lugar: en una sociedad cristiana el pastor puede exigir a los demás una obediencia absoluta y esto es un fenómeno muy importante y también muy nuevo. Es evidente que las sociedades galorromanas conocen la ley y los magistrados. Conocen un poder imperial que era absolutamente autocrático. Pero, en el fondo, en la Antigüedad griega y romana nunca se exigiría a nadie una obediencia total, absoluta e incondicional en relación con otro. No obstante, esto es efectivamente lo que ocurre con la aparición del pastor y de la pastoría en la sociedad cristiana. El pastor puede imponer a los individuos —en función de su propia decisión, sin que existan reglas generales o leyes— su voluntad, porque, y esto es importante en el cristianismo, no se obedece para llegar a cierto resultado; por ejemplo, no se obedece para adquirir simplemente un hábito, una aptitud o incluso un mérito. En el cristianismo, el mayor mérito consiste precisamente en ser obediente. La obediencia debe conducir al estado de obediencia. Ser obediente es la condición fundamental de las demás virtudes. Pero, ¿ser obediente con relación a quién? Ser obediente con relación al pastor. Estamos en un sistema de obediencia generalizada y la famosa humildad cristiana no es otra cosa que la forma, en cierta medida interiorizada, de esta obediencia. Soy humilde quiere decir que aceptaré las órdenes de cualquiera, desde el momento en que me las dé y podré reconocer en esta voluntad del otro —yo que soy el último— la voluntad misma de Dios. Finalmente, y creo que esto nos va a conducir de nuevo a nuestra^ problema de partida, a saber, la historia de la sexualidad, la pastoría ha conllevado toda una serie de técnicas y de procedimientos que conciernen a la verdad y a la producción de la verdad. El pastor

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enseña y en este sentido se inscribe sin duda en la tradiión de los maestros de sabiduría o de los maestros de verdad como c lo fueron, por ejemplo, los filósofos antiguos o los pedagogos. Enseña la verdad, enseña la escritura, enseña la moral, enseña los jnandamientos de Dios y los mandamientos de la Iglesia. En esto es u n maestro, pero el pastor cristiano es también un maestro de verdad en otro sentido: por una parte, el pastor cristiano, para ejercer s u tarea de pastor, evidentemente, debe saber todo lo que hacen sus corderos, todo lo que hace el rebaño y todo lo que hace cada uno de sus miembros en cada instante, pero también debe conocer el interior, qué ocurre en el alma, en el corazón, los profundos secretos del individuo. Este conocimiento de la interioridad de los individuos es una exigencia absoluta para el ejercicio de la acción pastoral cristiana. ¿Qué significa conocer el interior de los individuos? Quiere decir que el pastor dispondrá de medios de análisis, de reflexión, de detección de lo que ocurre, pero también que el cristiano tiene la obligación de decir a su pastor todo cuanto sucede en el interior secreto de su alma; particularmente, estará obligado a recurrir a su pastor para realizar esa práctica tan específica, creo, del cristianismo: la confesión (aveu) exhaustiva y permanente. El cristiano debe confesar constantemente todo lo que le ocurre a alguien encargado de dirigir su conciencia y esta confesión exhaustiva producirá, en cierta manera, una verdad, que era desconocida para el pastor, pero que también era desconocida para el propio sujeto; esta verdad, obtenida a través del examen de conciencia y de la confesión (confession), esta producción de verdad, que se desarrolla a lo largo de la dirección de la conciencia, de la dirección de las almas, es la que, de alguna manera, constituirá el lazo permanente del pastor con su rebaño y con cada uno de sus miembros. La verdad, la producción de la verdad interior, la producción de la verdad subjetiva, es un elemento fundamental en el ejercicio del pastor. Así llegamos, precisamente, al problema de la sexualidad. ¿Con qué se confrontaba el cristianismo cuando se desarrolló a partir del siglo ii y del siglo m? Se confrontaba con una sociedad romana que, en lo esencial, ya había aceptado su moral, la moral de la monogamia, de la sexualidad, de la reproducción, de la que ya les he hablado. Además, el cristianismo tenía delante o, más bien, al lado y detrás un modelo de vida religiosa intensa, el monacato hindú, el monacato budista y los monjes cristianos que se expandieron por todo el Mediterráneo Oriental a partir del siglo ni, retomando, en cierta medida, las prácticas ascéticas. El cristianismo siempre dudó

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entre una sociedad civil, que había aceptado cierto número de imperativos morales y este ideal de ascetismo integral; por una parte, intentó dominar, interiorizar, controlándolo, este modelo de ascetismo budista y, por otra, intentó volver a ocuparse de la sociedad civil del Imperio romano para poderla dirigir desde el interior. ¿Con qué medios lo consiguió? Creo que fue la concepción, por lo demás, muy difícil y, por otra parte, muy oscura de la carne la que funcionó y permitió establecer esta especie de equilibrio entre un ascetismo que rechazaba el mundo y una sociedad civil que era una sociedad laica. Pienso que el cristianismo encontró el medio de instaurar un tipo de poder que controlaba a los individuos a través de la sexualidad, concebida como algo de lo que hay que desconfiar, como algo que siempre introducía en el individuo la posibilidad de la tentación y la posibilidad de la caída. Pero, al mismo tiempo, tampoco se trataba en absoluto —evitando caer en un ascetismo radical— de rechazar, como nocivo, como si se tratara del mal, todo lo que pudiera venir del cuerpo. Era necesario poder hacer funcionar ese cuerpo, esos placeres, esa sexualidad en el seno de una sociedad que tenía necesidades de reproducción. Una concepción, por tanto, en el fondo relativamente moderada en cuanto a la sexualidad, que permitía concebir la carne cristiana no como un mal absoluto del que debíamos desembarazarnos, sino como la perpetua fuente, en el interior de los individuos, en el interior de la subjetividad, de una tentación que corría el riesgo de conducir al individuo más allá de los límites establecidos por la moral dominante, a saber, el matrimonio, la monogamia, la sexualidad reproductiva y la limitación y la descualificación del placer. El cristianismo ha establecido así una moral moderada entre el ascetismo y la sociedad civil y la ha hecho funcionar a través de todo este aparato de la pastoría, pero sus piezas esenciales descansan en un conocimiento, a la vez exterior e interior, un conocimiento meticuloso y detallado de los individuos por sí mismos y por los otros. Dicho de otra forma, a través de la construcción de una subjetividad, de una conciencia de sí perpetuamente alerta ante las propias debilidades, ante las propias tentaciones, ante la propia carne, es como el cristianismo ha podido hacer funcionar esta moral, en el fondo mediocre, ordinaria, relativamente poco interesante, entre el ascetismo y la sociedad civil. La técnica de interiorización, la técnica de toma de conciencia, la técnica de vigilancia de uno mismo por sí mismo, con relación con sus debilidades, con su cuerpo, con su sexualidad, con su carne, me parece que es la aportación fundamental del cristianismo en relación con la historia de la sexualidad.

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La carne es la subjetividad propia del cuerpo, la carne cristiana es la sexualidad tomada en el interior de esta subjetividad, de esta sujeción (assujettissem*nt) del individuo por sí mismo que es el principal efecto de la introducción en la sociedad romana del poder pastoral. Y me parece que así —por supuesto, todo esto son hipótesis— s e puede comprender cuál fue el papel real del cristianismo en la historia de la sexualidad. No se trata de prohibiciones y de rechazos, sino de la puesta en marcha de un mecanismo de poder y de control, que también eran mecanismos de saber sobre los individuos y, a su vez, un saber de los individuos por sí mismos en cuanto tales. Todo esto configura la marca específica del cristianismo y, en esta medida, me parece que se puede hacer una historia de la sexualidad en las sociedades occidentales a partir de los mecanismos de poder. Tal es, muy esquemáticamente esbozado, el marco del trabajo que he comenzado. Son hipótesis, nada es seguro, es sólo un marco. Ustedes pueden darles la vuelta y arrojármelas junto con otras muchas preguntas. Por supuesto, si tienen cuestiones que plantear —objeciones, sugerencias, críticas, confirmaciones— estaré encantado.

DEBATE

S. Hasumi: Plantear preguntas a M. Foucault me parece una empresa poco fácil y no, precisamente, a causa de mi ignorancia ni de mi timidez. La dificultad radica en la claridad misma de su exposición: estamos acostumbrados a esta claridad gracias a sus escritos. En todos sus libros, en efecto, anuncia siempre de forma precisa qué problema va a tratar y por qué medio lo va a analizar, intenta definir en qué condiciones y en qué circunstancias es necesario su trabajo y lo que acabamos de oír confirma esta claridad y esta precisión. Una vez más, ha tomado la precaución de responder de antemano a todas las cuestiones e, incluso, de anular casi todas las objeciones que se#le podrían formular. Por lo tanto, no tengo prácticamente nada que Preguntarle, pero, con el fin de reavivar las discusiones que se van a producir, me gustaría preguntarle solamente esto. En la lección inagural del Colegio de Francia, creo recordar que trató la sexualidad desde el ángulo de la represión o de la exclusión: e l discurso sobre la sexualidad estaba lleno de prohibiciones y también enredado. Pero a partir de La voluntad de saber, usted trata el discurso sobre la sexualidad, no ya como un objeto de represión,

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sino más bien como algo que proliféra en el ámbito científico. Al respecto se habla a menudo del cambio de M. Foucault y algunos reciben este cambio con alegría... M. Foucault: ...y hay otros que están muy descontentos. S. Hasumi: Personalmente, no creo que las cosas hayan ocurrido así. Usted no ha cambiado, no ha abandonado la hipótesis de la represión, sino que la ha vuelto a poner en cuestión para formular de forma diferente el problema del poder... M. Foucault: Le agradezco esta pregunta ya que es realmente importante y merecía ser planteada. Creo que usted la ha planteado de la manera más pertinente. Es cierto que, en textos todavía recientes, me he referido, principalmente, a una concepción del poder y de los mecanismos de poder que, en cierta medida, era fundamentalmente jurídica. Los análisis que intento hacer y nada más lejos de mi intención pensar que soy el único en hacerlos, son, desde luego, análisis parciales, análisis fragmentarios. No se trata, en absoluto, de fundar una teoría del poder, una teoría general del poder, ni de decir lo que es el poder, ni de decir de dónde proviene. Desde hace siglos, y en Occidente desde hace milenios, se ha planteado esta cuestión y no es seguro que las respuestas dadas hayan sido satisfactorias. En cualquier caso, lo que intento hacer, desde una perspectiva empírica, es tomar las cosas, de alguna manera, por el medio. No se trata de preguntar: «¿De dónde viene el poder o adonde va?», sino: «¿Por dónde circula y cómo ocurre eso, cuáles son las relaciones de poder, cómo podemos describir algunas de las principales relaciones de poder que se ejercen en nuestra sociedad?». No concibo el poder en el sentido del gobierno o en el sentido del Estado. Me refiero a que entre personas diferentes, en una familia, en una universidad, en un cuartel, en un hospital, en una consulta médica, hay relaciones de poder que circulan: cuáles son, a dónde conducen, cómo unen a los individuos, por qué se soportan o por qué en otros casos no son soportadas. Hagamos, pues, si ustedes quieren, este análisis empezando por el medio y hagamos un análisis empírico. Esto es lo primero. En segundo lugar, estoy lejos de ser el primero en haberlo inten-' tado. Los psicoanalistas, Freud y muchos de sus sucesores, en particular gente como Marcuse, Reich, etc., en el fondo, intentaron, también, plantear, no tanto la cuestión del origen del poder, de su

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fundamento, de su legitimidad, o de sus formas globales, sino ver qué sucedía en el psiquismo del individuo, en su inconsciente, en la economía de su deseo, qué ocurría con las relaciones de poder. Por ejemplo, qué papel juega el padre en el deseo del individuo. Cómo la prohibición de la masturbación, por ejemplo, la relación padremadre o la distribución de los roles, se inscriben en el psiquismo de los niños. Ellos también analizaron los mecanismos de poder, las relaciones de poder, por el medio y empíricamente. Pero lo que me sorprendió fue que estos análisis consideran siempre que el poder tenía como función y como misión decir «no», prohibir, impedir, trazar un límite y, por lo tanto, el poder tenía como principal efecto una serie de fenómenos de exclusión, de histerización, de obliteración, de ocultación, de olvido, o, si lo prefieren, de constitución del inconsciente. El inconsciente se constituye —los psicoanalistas dirán que voy demasiado rápido— a partir de una relación de poder. Esta concepción o esta idea, según la cual los mecanismos de poder son siempre mecanismos de prohibición, creo que fue una idea muy extendida. Esta idea tenía, si usted quiere, una ventaja desde el punto de vista político, una ventaja inmediata y, por lo tanto, un poco peligrosa porque permitía decir: «Anulemos las prohibiciones y ya está, el poder desaparecerá; cuando quitemos las prohibiciones seremos libres». Aquí tal vez haya algo que hace ir demasiado rápido. En cualquier caso, he cambiado bastante sobre este punto. Cambié a partir de un estudio específico que intenté concretar y precisar lo más posible sobre la prisión y los sistemas de vigilancia y de castigo en las sociedades occidentales en los siglos xvín y xix, sobre todo a finales del xvín. Me parecía que, en las sociedades occidentales, se estaban desarrollando, coincidiendo además con el capitalismo, toda una serie de procedimientos, una serie de técnicas para asumir, vigilar y controlar el comportamiento de los individuos, sus gestos, su manera de hacer, su situación, su residencia, sus aptitudes, pero que estos mecanismos no tenían la función esencial de prohibir. Evidentemente, prohiben y castigan, pero el objetivo esencial de estas formas de poder —y lo que sustenta su eficacia y su solidez— era permitir, obligar a los individuos a multiplicar su eficacia, sus fuerzas, sus aptitudes, en resumen, todo lo que permitía utilizarlos en el aparato productivo de la sociedad: adiestrar a los hombres, situarlos allí donde resultan más útiles, formarlos para que adquieran tal capacidad; es lo que se ha intentado hacer en el ejército, a Partir del siglo xvn, cuando se impusieron los sistemas disciplina-

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ríos, desconocidos hasta entonces. Los ejércitos occidentales no eran disciplinados, se les disciplinó: se requirió de los soldados hacer ejercicio, marchar en filas, disparar con fusiles, manipular el fusil de tal o cual manera, de forma que el ejército fuera lo más eficaz posible. De la misma manera, también hay un adiestramiento de la clase obrera o, mejor dicho, de lo que todavía no era la clase obrera, sino obreros capaces de trabajar en grandes talleres o, simplemente, en pequeños talleres familiares o artesanales, a los que se les acostumbró a vivir en tal o cual vivienda, a cuidar de su familia. Nos encontramos con una producción de individuos, una producción de las capacidades de los individuos, de su productividad; todo esto se ha conseguido a través de mecanismos de poder en los cuales existían las prohibiciones, pero existían simplemente como instrumentos. Lo esencial de toda disciplinarización de los individuos no era negativo. Ustedes pueden decir y estimar que fue catastrófico, pueden añadir todos los calificativos morales y políticos negativos que quieran, pero yo quiero decir que el mecanismo no era esencialmente de prohibición, sino, al contrario, de producción, de intensificación, de multiplicación. A partir de ahí, me dije: pero, en el fondo, en nuestras sociedades actuales, la forma del poder, ¿es esencialmente prohibir y decir «no»? ¿No están los mecanismos de poder tan fuertemente inscritos en nuestra sociedad que son ellos los que llegan a producir algo, a multiplicarlo, a intensificarlo? Y es esta hipótesis la que actualmente intento aplicar a la sexualidad, cuando afirmo que, en el fondo, la sexualidad, aparentemente, es la cosa más prohibida que podemos imaginar, nos pasamos la vida prohibiendo: a los niños masturbarse, a los adolescentes que hagan el amor antes del matrimonio, a los adultos hacerlo de tal o cual forma, con tal o cual persona. El mundo de la sexualidad es un mundo plagado de prohibiciones. Pero me pareció que, en las sociedades occidentales, estas prohi-; biciones iban acompañadas de toda una producción muy intensa, muy amplia, de discursos —discursos científicos, discursos institucionales— y también de un cuidado, de una verdadera obsesión por la sexualidad, que aparece, claramente, en la moral cristiana del xvi y del xvii, en el período de la Reforma y la Contrarreforma, obsesión que se ha mantenido hasta ahora. El hombre occidental —no sé lo que ocurre en vuestra societj dad— siempre ha considerado que la cosa esencial en su vida es su sexualidad. Y esto se acrecienta cada vez más. En el siglo xvi el pecado por excelencia era el pecado de la carne. Entonces, si se había

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borrado simplemente la sexualidad, si se había prohibido, condenado al olvido, repudiado, negado, ¿cómo es posible que aparezca tal proliferación de discursos, que haya tal obsesión por la sexualidad? La hipótesis de la que proceden mis análisis —que quizá no llevaré a su término, porque no es tal vez la adecuada— sería que, en el fondo, Occidente no niega realmente la sexualidad —no la excluye—, sino que introduce, organiza a partir de ella todo un complejo dispositivo en el que se juega la constitución de la individualidad, de la subjetividad, a fin de cuentas, la manera en la que nos comportamos, en que tomamos conciencia de nosotros mismos. Dicho de otra forma, en Occidente, los hombres, la gente, se individualiza gracias a determinado número de procedimientos y creo que la sexualidad, más que algo específico del individuo, que ha sido arrojado fuera de sí, es constitutiva de ese lazo que obliga a la gente a anudarse con su identidad bajo la forma de la subjetividad. Tal vez diría que la famosa claridad de la que el señor Hasumi ha hablado, no es otra cosa que la contrapartida de querer ser claro... No me gusta la oscuridad, porque considero que la oscuridad es una forma de despotismo; hay que arriesgarse a cometer errores; hay que exponerse a decir cosas que, probablemente, son difíciles de expresar y en relación a las cuales, evidentemente, farfullamos aquí y allá; temo haberles dado la impresión de farfullar. Si ustedes han tenido esa impresión es que, efectivamente, ¡lo he hecho!

7. LA ESCENA DE LA FILOSOFÍA «Tetsugaku no butai» («La scène de la philosophie»; entrevista con M. Watanabe, el 22 de abril de 1978), Sekai, julio de 1978, págs. 312332. Especialista en teatro y en literatura francesa, Moriaki Watanabe, inicia a Michel Foucault en las formas teatrales japonesas y, en esas fechas, traduce La voluntad de saber. M. Watanabe: ¿Por qué el tema de la mirada y, a su vez, el tema del teatro vuelven en sus escritos de manera tan insistente que parecen regir la economía general del discurso? M. Foucault: Creo que, en efecto, ésta es una cuestión muy importante. La filosofía occidental no se ha interesado en absoluto por el teatro, quizá desde la condena que Platón hace del mismo. Habrá que esperar a Nietzsche para que, de nuevo, la cuestión de la relación entre la filosofía y el teatro vuelva a plantearse con toda su crudeza en la filosofía occidental. Efectivamente, pienso que el desinterés por el teatro en la filosofía occidental va ligado a cierta forma de plantear la cuestión de la mirada. Desde Platón y, todavía más, desde Descartes, una de las cuestiones filosóficas más importantes fue saber en qué consiste el hecho de mirar las cosas o, más bien, saber si lo que vemos es verdadero o ilusorio; si estamos en el mundo de lo real o en el mundo de la mentira. La función de la filosofía consiste en delimitar lo real de la ilusión, la verdad de la mentira. Pero el teatro es un mundo en el que no existe esta distinción. No tiene sentido preguntarse si el teatro es verdadero, si es r eal, si es ilusorio o si es engañoso; sólo por el hecho de plantear la cuestión desaparece el teatro. Aceptar la no-diferencia entre lo verdadero y lo falso, entre lo real y lo ilusorio, es la condición del funcionamiento del teatro. Sin ser un especialista en teatro tan eminente como usted, sin haber profundizado como usted lo ha hecho

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en los problemas específicos del teatro, hay algo en él que me interesa y me fascina; lo que me gustaría hacer es intentar describir la manera en que los hombres de Occidente han visto las cosas sin plantearse nunca la cuestión de si era verdadero o no; intentar describir la manera en que ellos mismos han organizado, a través del juego de su mirada, el espectáculo del mundo. En el fondo, me importa poco que la psiquiatría sea verdadera o falsa, no me planteo esta cuestión. Poco me importa que la medicina cometa errores o aciertos, eso importa mucho a los enfermos, pero a mí, en tanto que analista, no es lo que me interesa, teniendo en cuenta que no soy competente para distinguir entre lo verdadero y lo falso. Pero quisiera saber cómo aparece en escena la enfermedad, cómo ha aparecido en escena la locura, el crimen; por ejemplo, cómo se ha percibido, cómo se ha acogido, qué valor se ha dado a la locura, al crimen, a la enfermedad, qué papel se le ha hecho jugar: quisiera hacer una historia de la escena sobre la que pronto se intentó distinguir lo verdadero de lo falso, pero no me interesa esta distinción, lo que me interesa es la constitución de la escena y del teatro. Quisiera describir el teatro de la verdad. Cómo Occidente ha edificado un teatro de la verdad, una escena de la verdad, un escenario para esta racionalidad que ahora se ha convertido en una marca del imperialismo de los hombres occidentales, puesto que, su economía, la economía occidental, está llegando al final de su apogeo, se están agotando, en lo esencial, las formas de vida y de dominación política de Occidente. Pero hay algo que queda, algo que Occidente dejará al resto del mundo y esto es cierta forma de racionalidad. Cierta forma de percepción de la verdad y del error, cierto teatro de lo verdadero y de lo falso. M. Watanabe: En cuanto al parentesco de su discurso con el teatro, me produce placer leerle —Barthes diría «el placer del texto»— y esto tiene que ver, sin duda, con la forma de su escritura; ya se trate de Vigilar y castigar o de La voluntad de saber, hay una organización muy dramática de la escritura. La lectura de ciertos capítulos de Las palabras y las cosas nos produce el mismo placer que la lectura de las grandes tragedias políticas de Racine, Britannicus, por ejemplo. M. Foucault: Eso me halaga, me halaga mucho. M. Watanabe: No se moleste, pero no es tan erróneo considerar'* lo como el último escritor clásico. Si soy tan sensible a este aspecto estilístico de sus libros, no se debe a mi interés por Racine, sino,

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simplemente, a que responde a cierta elección de la escritura, a determinada concepción de la escritura, en la medida en que se propone describir las líneas de fuerza que deberían atravesar las grandes mutaciones epistemológicas o institucionales del mundo occidental. Por ejemplo, en el número especial de la revista Are, La crise dans la tête —en principio fue concebido como un número especial dedicado a Michel Foucault, pero usted se negó diciendo que un número especial tiene algo de entierro— encontramos una entrevista que concedió a Fontana y que fue publicada primero en Italia. En esta entrevista, usted se refiere a la necesidad de «distinguir los acontecimientos, de diferenciar las redes y los niveles a los que pertenecen y de reconstruir los hilos que los unen y hacen que se engendren unos a partir de otros». Insiste en «el rechazo de los análisis que se remiten al campo simbólico o al dominio de las estructuras significantes», en beneficio del «recurso a los análisis que se realizan en términos de genealogía de las relaciones de fuerzas, del desarrollo de estrategias, de tácticas». A lo que debemos remitirnos no es «a un gran modelo de la lengua y de los signos», sino «de la guerra y de la batalla», porque «la historicidad que nos envuelve y nos determina es belicosa», no es «del orden del lenguaje». Lo que hay que buscar es «la relación de poder» y no «la relación de sentido». Ahora bien, según los análisis de Barthes, la tragedia de Racine está regida por relaciones de fuerzas. Estas relaciones de fuerzas están en función de una doble relación de pasión y de poder. La estrategia de la pasión de Racine es completamente belicosa. Probablemente se deba a cierto realismo en los enfrentamientos dramáticos y belicosos el que encuentre un parentesco genealógico de su discurso con la escritura de Racine. En tanto que representación dramática, el teatro constituye, al menos en la cultura occidental, un enfrentamiento ejemplar sobre el escenario, siendo éste el «campo de batalla», el espacio por excelencia de las estrategias y de las tácticas. Si en sus libros la mirada se entronca con el gran genio de la dramaturgia clásica francesa, ello se debe a que sabe hacer emerger estos grandes enfrentamientos históricos que, hasta ahora, pasaban desapercibidos o eran desconocidos. M. Foucault: Tiene usted razón. Lo que hace que yo no sea filósofo, en el sentido clásico del término —quizá, no sea filósofo en absoluto, en todo caso, no soy un buen filósofo— es que no me interesa lo eterno, lo que no cambia; no me interesa lo que permanece estable bajo lo cambiante de las apariencias, me interesa el

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acontecimiento. El acontecimiento nunca fue una categoría filosófica, excepto, quizás, en los estoicos, para quienes era un problema lógico. Pero, una vez más, Nietzsche fue el primero en definir la filosofía como la actividad que pretende saber lo que pasa y lo que pasa ahora. Dicho de otra manera, estamos atravesados por procesos, por movimientos, por fuerzas; no conocemos estos procesos ni estas fuerzas y el papel del filósofo es, sin duda, ser el que diagnostica tales fuerzas, diagnosticar su actualidad. Se trata de responder a las preguntas: ¿quiénes somos? y ¿qué es lo que ocurre?, que son dos cuestiones muy diferentes de las cuestiones tradicionales: ¿qué es el alma?, ¿qué es la eternidad? Filosofía del presente, filosofía del acontecimiento, filosofía de lo que ocurre; en efecto, se trata de cierta forma de retomar, dando un rodeo en la filosofía, aquello de lo que se ocupa el teatro, porque el teatro se ocupa siempre de un acontecimiento. La paradoja del teatro consiste, precisamente, en que el acontecimiento se repite, se repite todas las noches, puesto que se representa, y se repite en la eternidad, o en un tiempo indefinido, en la medida en que siempre es la referencia de cierto acontecimiento repetible, anterior. El teatro capta el acontecimiento y lo pone en escena. Y es cierto que, en mis libros, intento captar un acontecimiento que me ha parecido, que me parece importante para nuestro presente, a pesar de ser un acontecimiento anterior. Por ejemplo, en relación con la locura, me parece que ha habido, en un momento dado, en el mundo occidental, una escisión entre la locura y la nolocura, ha habido, en otro momento, una cierta forma de captar la intensidad del crimen y el problema humano que plantea. Me parece que repetimos todos estos acontecimientos. Los repetimos en nuestro presente e intento captar cuál es el acontecimiento bajo cuyo signo hemos nacido, cuál es el acontecimiento que nos sigue atravesando. De ahí que estos libros, usted tiene toda la razón —me halaga mucho que sea tan indulgente— sean, efectivamente, dramaturgias. Ya sé que esto tiene un inconveniente: corro el riesgo de cometer el error de presentar como un acontecimiento mayor o dramático algo que no tiene, quizá, la importancia que yo le concedo. De ahí mi defecto —hay que hablar de los defectos a la vez que de los proyectos— que es, tal vez, una especie de intensificación, de dramatización de acontecimientos de los cuales habría que hablar menos apasionadamente. Pero, en fin, también es importante dar más oportunidades a estos acontecimientos secretos que centellean en el pasado y que todavía marcan nuestro presente.

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y[. Watanabe: Lo que usted dice sobre los acontecimientos secretos me parece muy importante, más aún, porque la inflación de los acontecimientos o la sobrevaloración mediática de cualquier acontecer corre el riesgo de descualificar el acontecimiento en tanto que acontecimiento; se percibe una especie de desconfianza en relación con los acontecimientos, que sólo serían representaciones transmitidas por la red de los medios de comunicación. Usted intenta volver a captar los acontecimientos en tanto que verdaderos factores de mutación. Las temáticas de la mirada, de la escena, de la dramaturgia, del acontecimiento, están ligadas, como si de una consecuencia lógica se tratara, a la del espacio. Ya en el prefacio del Nacimiento de la clínica usted anuncia que en este libro «se trata del espacio, del lenguaje, de la muerte», para añadir a continuación que «trata de la mirada». Me parece que, si me permite esta esquematización, el paradigma de su análisis y de su discurso está compuesto de cierto número de términos o de motivos tales como «el espacio», «el lenguaje», «la muerte», «la mirada», y que el tema de la muerte es reemplazado, según los objetos de análisis, por «la locura», por «el crimen» o por la episteme. Entre estos temas mayores, el espacio, al que se le concede una situación primordial, mantiene una relación muy estrecha con el teatro. Su análisis y su discurso, hasta Vigilar y castigar, se proponían como objeto de investigación, la génesis y la situación de cierto espacio cerrado en su especificidad. Las clínicas, los asilos psiquiátricos, las prisiones, eran espacios cerrados, configurados por el aislamiento en relación con el resto del cuerpo social, a pesar de existir topológicamente en el interior de la ciudad. Un ejemplo típico es el gran encierro de los locos en el siglo xvn, tal como lo analizó en la Historia de la locura. Su análisis se orienta —como usted dijo ayer en el seminario organizado por la Universidad de Tokio— a la mecánica del poder dentro de la institución jurídica. Permítame que abra un pequeño paréntesis sobre otro aislamiento, el de la palabra en Mallarmé, porque constituye la experiencia poética fundamental de la modernidad occidental. Usted mismo lo señaló en nuestra entrevista de hace diez años, a la literatura moderna, desde Holderlin, se constituye bajo el signo de la locura para separarse radicalmente, en tanto que lenguaje esencial o en tanto que otro lenguaje, del lenguaje ordinario que funciona como monedas. Y este lenguaje aislado, deCa

" Véase «Folie, littérature, société», D.E., t. II, 1970-1975, págs. 104-128 (trad. st: O.E., t . 1 , «Locura, literatura, sociedad», págs. 369-393).

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bido a su situación de exclusión social, acaba por parecerse a otra palabra excluida, a la palabra de la locura; es lo que ha llamado alguna vez, refiriéndose a Blanchot, «la parte del fuego». Me permito recordarle este episodio, simplemente, para decirle que los apasionados por Foucault en Japón eran, al principio sobre todo, gentes que leían sus escritos sobre la modernidad literaria occidental de Mallarmé a Bataille y a Klossowski. Así pues, su análisis no apunta al contenido de estos espacios aislados, cerrados, prescritos, sino a la mecánica que el poder impone, marcando siempre el límite de su eficacia. En este sentido, no se trata de la dramaturgia que se juega en estos espacios, más privilegiados en la medida en que son más cerrados, sino de la puesta en escena, o en situación, del dispositivo que hace posible semejante dramatización del espacio. El comienzo de Vigilar y castigar me parece ejemplar: la gran teatralidad ceremonial y sangrienta del suplicio de Damián se realizó sin transición a través de los meticulosos y fríos reglamentos de un establecimiento correccional de jóvenes delincuentes. Incluso el rechazo de la teatralidad, o al menos su invisibilidad en los informes disciplinarios, es del mismo orden que los procesos de interiorización de la óptica teatral en el dispositivo de poder, tal como fue concebido por Bentham en su Panóptico. De todas formas, en sus libros, la repartición y la reorganización del espacio social se perciben como factores, esencialmente estratégicos, del dispositivo de poder. M. Foucault: Completamente de acuerdo. En la época en que era estudiante, una especie de bergsonismo latente dominaba la filosofía francesa. Digo bergsonismo, no digo, ni pretendo decir que fuera realmente Bergson. Se concedía cierto privilegio a todos los análisis temporales en detrimento del espacio, considerado como algo muerto y fijo. Más tarde —es una anécdota que considero significativa del bergsonismo renovado en el que todavía se vivía—, me acuerdo de haber dado una conferencia en una escuela de arquitectura y de haber hablado de las formas de diferenciación de los espacios en una sociedad como la nuestra. b Al final, alguien tomó la palabra, en un tono muy violento, para decir que hablar del espacio era ser un agente del capitalismo, que todo el mundo sabía que el espacio era la muerte, era lo fijado, la inmovilidad que la sociedad burguesa quería imponerse a sí misma, que era desconocer el gran b

Véase «Des spaces autres», D.E., t. IV, págs. 752-762, (trad, cast.: «Espacios diferentes», págs. 431-441).

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movimiento de la historia, desconocer la dialéctica y el dinamismo Se percibía fácilmente que, bajo una especie de valorización bergsoniana del tiempo en detrimento del espacio, se investía y simplemente se desarrollaba una concepción del marxismo muy, pero que muy vulgar. Poco importa la anécdota, es significativa de la manera en que determinada concepción hegeliana y marxista de la historia ponía de manifiesto y redoblaba una valoración bergsoniana del tiempo. re volucionario...

Ai. Watanabe: Éste es el episodio al que se refiere en el debate introductorio a la reedición de la traducción francesa del Panóptico.0 M. Foucault: Así es. Me pareció que era importante ver cómo el espacio formaba parte de la historia, es decir, cómo una sociedad organizaba su espacio e inscribía en él las relaciones de fuerzas. En esto, por otra parte, no hay nada original: por ejemplo, los historiadores de la agricultura han mostrado pertinentemente que las distribuciones espaciales se limitaban, por un parte, a traducir y, por otra, a apoyar, a inscribir, a anclar las relaciones de poder, las relaciones económicas... Consideré importante mostrar cómo, en la sociedad industrial, en la sociedad de tipo capitalista que se desarrolla a partir del siglo xvi, hubo una nueva forma de espacialidad social, cierta manera de distribuir, social y políticamente, los espacios, y que se podía reconstruir la historia de un país, de una cultura o de una sociedad a partir de la manera en que el espacio es valorado y distribuido. El primer espacio que me pareció que planteaba el problema y manifestaba, justamente, esta distribución social e histórica en muchas sociedades, era el espacio de la exclusión, de la exclusión y del encierro. En las sociedades grecorromanas, sobre todo griegas, cuando querían desembarazarse de un individuo —el teatro griego lo muestra bien—, se le exiliaba. Es decir, que siempre había un espacio alrededor. Siempre existía la posibilidad de pasar a otro lugar que la ciudad no reconocía o en el que, en todo caso, la ciudad no tenía ninguna intención de introducir sus leyes o sus valores. El mundo griego estaba dividido en ciudades autónomas y rodeado por un mundo bárbaro. Así pues, había siempre un polimorfismo o una polivalencia de los espacios, que se distinguían del vacío, del exterior y de lo indefinido. Es evidente, que hoy vivimos en un mundo lleno: la Tierra se ha convertido en redonda, está superpoblada. La Edad c

Véase «L'oeil du pouvoir», D.E., t. Ill, págs. 190-207.

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Media conservó durante mucho tiempo la costumbre de desembarazarse, simplemente, como los griegos, de los individuos incómodos, exiliándolos. No debemos olvidar que la pena principal utiliza_ da en la Edad Media fue el destierro: «Lárgate y que no te volvamos a ver entre nosotros». Y se marcaba a los individuos con un hierro candente para que no volvieran. Ocurría lo mismo con los locos. No obstante, a partir del siglo XVII se alcanzó cierta densidad de población —no comparable con la actual— que permitió pensar qu e el mundo estaba lleno. Y si nos remitimos a la organización del espacio en el seno del Estado o, mejor dicho, en el seno de Europa —Europa comienza a formarse como entidad política y económica a finales del siglo xvi y a comienzos del XVII—, en ese momento, ya no parece posible, ni aceptable desembarazarse de alguien. De ahí la necesidad de crear espacios de exclusión que ya no adoptan la forma del exilio, ni del destierro y que, al mismo tiempo, son espacios de inclusión: deshacerse encerrando. La práctica del encierro me parece una de las consecuencias de la existencia de un mundo lleno, de un mundo cerrado. Para decirlo rápidamente, el encierro es -consecuencia de la fecundidad de la Tierra. Entonces se produjeron toda una serie de mutaciones espaciales; y, al contrario de lo que estamos habituados a creer, la Edad Media fue una época en la que los individuos circulaban permanentemente; no existían las fronteras, la gente era perfectamente móvil; los monjes, los universitarios, los comerciantes y, a veces, incluso los campesinos, se desplazaban cuando se agotaba la tierra a la que estaban ligados. Nada más erróneo que pensar que los grandes viajes comenzaron en el siglo xvi. Pero a partir del siglo xvi y XVII empezó a estabilizarse el espacio social en las sociedades occidentales a través de las organizaciones urbanas, del régimen de propiedad, de la vigilancia, de la red de caminos... Fue el momento en el que se detenía a los vagabundos, se encerraba a los pobres, s< impedía la mendicidad y el mundo quedó fijado. Pero, evidentemente, no se pudo fijar más que a condición de institucionalizar los espacios de tipo diferente: para los enfermos, para los locos, para los pobres; se distingue entre barrios ricos y barrios pobres, entre barrios malsanos y barrios confortables... Esta diferenciación de espacios forma parte de nuestra historia y es, ciertamente, uno de sus elementos comunes. M. Watanabe: En lo que se refiere a Japón, tenemos una experiencia histórica semejante y diferente al mismo tiempo: precisamente, en el siglo XVII, la decisión del shogunato de los Tokugawa

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¿e encerrar el barrio del placer y el del teatro situándolos en un ba^.jo periférico de la ciudad, la distinción espacial y la separación apológica se mantuvieron hasta la restauración de Meiji. La discriminación social se inscribía materialmente en el espacio urbanoQuisiera hablar también de la fascinación que ejercían los espacios exteriores al mundo occidental, sobre determinados artistas, más concretamente sobre ciertos hombres de teatro occidentales. De Claudel a Artaud y a Brecht y más recientemente de Grotowski al Théâtre du Soleil, constatamos que, desde finales del siglo XDÍ, ciertas formas del teatro tradicional oriental comenzaron a atraer a algunos dramaturgos, a algunos directores occidentales, como algo más próximo a los orígenes, que escapaba al molde histórico occidental. De alguna manera tuvo que ver con la búsqueda rousseauniana de los orígenes que se orienta hacia los espacios exteriores a Europa, convirtiéndose en la búsqueda de lo otro, del afuera de la civilización occidental. No deberíamos reducir todo este movimiento a una simple variante cultural del imperialismo de las potencias occidentales. Lo que es seguro es el atractivo de un espacio en el que reina otro tiempo, distinto del tiempo teo-teleológico de Occidente. Paralelamente, de Durkheim a Mauss, la etnología instaura, como campo de investigación, un espacio diferente. El resurgimiento, durante los años cincuenta y sesenta, de la gran temática del espacio, fue, ciertamente, uno de los momentos más interesantes de la historia de las ideas. Desde el Espacio literarioá de M. Blanchot a Pierrot el locoe de Jean-Luc Godard, en el dominio de la crítica literaria, en el de las creaciones experimentales, en el de las ciencias humanas, la revalorización del espacio se tomaba la revancha contra la omnipotencia del tiempo y de la historia unívoca. Resultaría superfluo añadir que, precisamente, en este período se elaboraron una serie de discursos teóricos a los que, acertada o erróneamente, se les ha dado el nombre de estructuralismo. El caso de Lévi-Strauss sigue siendo ejemplar: era totalmente necesario liberar un campo de investigación y su método de la dominación del tiempo hegeliano, teo-teleológica, para asegurar la autonomía de su investigación sobre la antropología estructural. Este acto de liberación sólo fue posible gracias al postulado de la pluralidad de es pacios y a su diferenciación en relación con el espacio occidental, d Blanchot (M.), L'Espace littéraire, París, Gallimard, 1955 (trad, cast.: El espa^ 'o literario, Barcelona, Paidós, 2a éd., 1992). e Pierrot le fou (1965).

C!

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M. Foucault: Efectivamente, el estructuralismo, lo que llamamos estructuralismo —en el fondo nunca existió al margen de algu. nos pensadores etnólogos, historiadores de las religiones y lingüistas— se caracterizó, justamente, por cierta liberación, independencia, desplazamiento, si ustedes quieren, del privilegio hegeliano de la historia. M. Watanabe: Pero, al mismo tiempo, también es un error confundir el rechazo del privilegio hegeliano de la historia con la revalorización de los acontecimientos, del acontecer. ¿Es esto lo que quiere decir? M. Foucault: Más bien, lo contrario —no hablaré en nombre de Lévi-Strauss, por supuesto, él puede hablar por sí mismo, e incluso ha estado aquí hablando—, en todo caso, para mí, era en cambio una determinada manera de hacer surgir el acontecimiento y de hacer análisis históricos. Se ha dicho que yo era estructuralista y antihistoriador, sin embargo, no tengo nada que ver con el estructuralismo y soy historiador. Pero precisamente tomo como objeto de la historia, es decir, de un análisis que se desarrolla en el tiempo, intento tomar como objeto, en cierta medida privilegiado, esos acontecimientos que constituyen la-organización, el acondicionamiento de ciertos espacios culturales. Éste es el primer objeto de mi análisis. De ahí la confusión: como sabe, las críticas en Francia —no sé qué ocurre en Japón— son siempre un poco apresuradas, confunden fácilmente aquello de lo que se habla con lo que se dice. Así pues, es suficiente hablar de espacio para que te consideren espaciocentrista y que detestas la historia y el tiempo. Son cosas absurdas. M. Watanabe: También en Japón suenan ecos semejantes. M. Foucault: Dejemos eso, es cierto que, en los años cincuenta, hubo una manera de separarse, de desmarcarse con respecto a determinada forma de hacer la historia, sin que por ello se negase la historia; rechazar la historia, criticar a los historiadores, para escribir la historia de otra manera. Mire a Barthes: desde mi punto de vista, es un historiador. Simplemente no hace la historia como se había hecho hasta entonces. Esto fue interpretado como un r el de la formación de una política y de un gobierno de sí, y el de « elaboración de una ética y de una práctica de sí mismo. Pero taro-

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bien he tratado cada vez de mostrar el lugar que en ello ocupan los otros dos componentes que son necesarios para la constitución de un campo de experiencia. En el fondo, se trata de diferentes ejemplos en los que se encuentran implicados los tres elementos fundamentales de toda experiencia: un juego de verdad, relaciones de poder y formas de relación con uno mismo y con los otros. Y si cada uno de esos ejemplos privilegia en cierta medida uno de estos tres aspectos —ya que la experiencia de la locura se ha organizado recientemente sobre todo como un campo de saber, y la del crimen como un dominio de intervención política, mientras que la de la sexualidad se ha definido como un lugar ético—, he querido mostrar cada vez cómo los otros dos elementos estaban presentes, qué papeles han jugado y cómo cada cual se ha visto afectado por la transformación de los otros dos. —Hace poco hablaba usted de una «historia de las problemáticas». ¿Qué entiende exactamente por eso? —Durante largo tiempo he intentado saber si sería posible caracterizar la historia del pensamiento distinguiéndola de la historia de las ideas —es decir, del análisis de los sistemas de representaciones— y de la historia de las mentalidades —esto es, del análisis de las actitudes y de los esquemas de comportamiento—. Me pareció que había un elemento que, de suyo, caracterizaba a la historia del pensamiento: era lo que cabría llamar los problemas o más exactamente las problematizaciones. Lo que distingue al pensamiento es que es algo completamente diferente del conjunto de las representaciones que sustentan un comportamiento; es otra cosa que el dominio de las actitudes que lo pueden determinar. El pensamiento no es lo que habita una conducta y le da un sentido; es, mas bien, lo que permite tomar distancia con relación a esta manera de hacer o de reaccionar, dársela como objeto de pensamiento e interrogarla sobre su sentido, sus condiciones y sus fines. El pensamiento es la libertad con respecto a lo que se hace, el movimiento mediante el cual nos desprendemos de ello, lo constituimos como objeto y lo reflejamos como problema. Decir que el estudio del pensamiento es el análisis de una libertad no quiere decir que se dedique a un sistema formal que no tendría más referencia que a sí mismo. De hecho, para que un dominio de acción, para que un comportamiento entre en el campo del Pensamiento hace falta que cierto número de factores lo hayan v uelto incierto, le hayan hecho perder su familiaridad, o hayan suscitado en torno a él cierto número de dificultades. Estos elementos

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se desprenden de procesos sociales, económicos o políticos. p e r o no juegan en ellos más que un papel de incitación. Pueden existir v ejercer una acción durante largo tiempo, antes de que haya problematización efectiva para el pensamiento. Y éste, cuando interviene no adopta una forma única que será el resultado directo o la expresión necesaria de estas dificultades; es una respuesta original o específica a menudo multiforme, a veces incluso contradictoria en sus diferentes aspectos, a esas dificultades que son definidas por él mediante una situación o un contexto y que valen como una cuestión posible. Se pueden dar varias respuestas a un mismo conjunto de dificultades. Y la mayoría de las veces se proponen efectivamente respuestas diversas. Ahora bien, lo que hay que comprender es lo que las hace simultáneamente posibles; es el punto en el que se enraiza su simultaneidad; es el suelo que puede nutrir a unas y a otras, en su diversidad y a pesar, en ocasiones, de sus contradicciones. Se propusieron soluciones diversas a las dificultades que encontraba la práctica de la enfermedad mental en el siglo xvni: la de Tuke y la de Pinel pueden servir como ejemplos. Del mismo modo, en la segunda mitad del siglo xvín se propusieron todo un conjunto de soluciones a las dificultades halladas por la práctica penal. E incluso, por tomar un ejemplo más lejano, a las dificultades en la ética sexual tradicional, las diversas escuelas filosóficas de la época helenística propusieron soluciones diferentes. Pero el trabajo de una historia del pensamiento sería reencontrar en la raíz de estas diversas soluciones la forma general de problematización que las ha tornado posibles —hasta en su oposición misma—; o, más aún, lo que ha hecho posible las transformaciones de las dificultades y obstáculos de una práctica en un problema general para el que se proponen diversas soluciones prácticas. La problematización responde a estas dificultades, pero haciendo algo completamente distinto a traducirlas o manifestarlas. Elabora al respecto las condiciones en las que se pueden dar respuestas posibles, define los elementos que constituirán lo que las diferentes soluciones se esfuerzan en responder. Esta elaboración de un tema en cuestión, esta transformación de un conjunto de obstáculos y de dificultades en problemas a los que las diversas soluciones buscarán aportar una respuesta, es lo que constituye el punto de problematización y el trabajo específico del pensamiento. Se ve cuan lejos estamos de un análisis en términos de desconstrucción (toda confusión entre estos dos métodos sería imprudente). Se trata, por el contrario, de un movimiento de análisis crítico

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ixiediante el cual se procure ver cómo se han podido construir las diferentes soluciones a un problema; pero también, cómo estas diferentes soluciones se desprenden de una forma específica de problematización. Y entonces se muestra que toda nueva solución que vendría a añadirse a las otras surgirá de la problematización actual, modificando solamente algunos de los postulados o de los principios sobre los que se apoyan las respuestas que se dan. El trabajo de la reflexión filosófica e histórica se vuelve a situar en el campo de trabajo del pensamiento, a condición de que retome la problematización no como un ajuste de representaciones, sino como un trabajo del pensamiento.

22. FOUCAULT «Foucault», en Huisman (D.) (comp.), Dictionnaire des philosophes, Paris, PUF, 1984,1.1, págs. 942-944. Denis Huisman propuso a comienzos de los años ochenta a François Ewald, entonces asistente de Michel Foucault en el Colegio de Francia, la elaboración del apartado dedicado a éste en el diccionario que estaba preparando. Conocido el asunto por Michel Foucault, que en dicha época había redactado una primera versión del volumen II de la Historia de la sexualidad, y que incluía como introducción una presentación retrospectiva de su trabajo, aceptó la incorporación de su propio texto, completado con una breve introducción y una bibliografía. Con la debida complicidad, se convino en firmarlo con el seudónimo «Maurice Florence», que, a su vez, otorga la transparente abreviatura de «M.F.». Y así se publicó. El presente texto ofrece lo redactado por Foucault. [Si cabe inscribir a Foucault en la tradición filosófica, es en la tradición crítica de Kant y podría] 3 denominarse su empresa Historia crítica del pensamiento. No se habría de entender por tal una historia de las ideas que fuera al mismo tiempo un análisis de los errores que con posterioridad se podría evaluar; o un desciframiento de los desconocimientos a los que están ligadas y del que podría depender lo que pensamos hoy en día. Si por pensamiento se entiende el acto que plantea, en sus diversas relaciones posibles, un sujeto y un objeto, una historia crítica del pensamiento sería un análisis de las condiciones en las que se han formado o modificado ciertas relaciones entre sujeto y objeto, en la medida en que éstas constituyen un saber posible. No se trata de definir las condiciones formales de una relación con el objeto; tampoco es cuestión de liberar las condiciones empíricas que en un momento dado han podido pera

Este pasaje entre corchetes es de F. Ewald.

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mitir al sujeto en general llegar a conocer un objeto ya dado en lo real. La cuestión es determinar lo que debe ser el sujeto, a qué condición está sometido, qué estatuto debe tener, qué posición ha de ocupar en lo real o en lo imaginario, para llegar a ser sujeto legítimo de tal o cual tipo de conocimiento; en pocas palabras, se trata de determinar su modo de «subjetivación»; pues éste no es evidentemente el mismo según que el conocimiento del que se trate tenga la forma de la exegesis de un texto sagrado, de una observación de historia natural o del análisis del comportamiento de un enfermo mental. Pero, al mismo tiempo, la cuestión es también determinar en qué condiciones algo puede llegar a ser un objeto para un conocimiento posible, cómo ha podido ser problematizado como objeto que hay que conocer, a qué procedimiento de recorte ha podido ser sometido y qué parte de él se ha considerado pertinente. Se trata, pues, de determinar su modo de objetivación, que tampoco es el mismo según el tipo de saber del que se trate. Esta objetivación y esta subjetivación no son independientes una de otra; de su desarrollo mutuo y de su vínculo recíproco es de donde nacen lo que se podría llamar los «juegos de verdad»; es decir, no el descubrimiento de las cosas verdaderas, sino las reglas según las cuales, y respecto de ciertos asuntos, lo que un sujeto puede decir depende de la cuestión de lo verdadero y de lo falso. En resumidas cuentas, la historia crítica del pensamiento no es ni una historia de las adquisiciones ni una historia de las ocultaciones de la verdad; es la historia de la emergencia de los juegos de verdad: es la historia de las «veridicciones», entendidas como las formas según las cuales se articulan, en un dominio de cosas, discursos susceptibles de ser llamados verdaderos o falsos: cuáles han sido las condicions de esta emergencia, el precio que, en alguna medida, ésta ha pagado, sus efectos en lo real y el modo en que, ligando cierto tipo de objeto a determinadas modalidades del sujeto, dicha emergencia ha constituido, para un tiempo, para un área y para individuos dados, el a priori histórico de una experiencia posible. Ahora bien, esta cuestión —o esta serie de cuestiones— que son las de una «arqueología del saber», Michel Foucault no la ha planteado, ni quería hacerlo, sobre cualquier juego de verdad. Antes bien, lo ha hecho sólo sobre aquellos juegos en los que el propio sujeto se plantea como objeto de saber posible; cuáles son los procesos de subjetivación y de objetivación que hacen que el sujeto pueda llegar a ser, en tanto que sujeto, objeto de conocimiento. Sin duda, no se trata de saber cómo se ha constituido a lo largo de I a historia un «conocimiento psicológico», sino de saber cómo se han

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formado juegos diversos de verdad a través de los cuales el sujeto ha llegado a ser objeto de conocimiento. Michel Foucault ha tratado de guiar dicho análisis, en primer lugar, de dos maneras. En relación con la aparición y la inserción, en ciertos ámbitos y según la forma de un conocimiento de estatuto científico, de la cuestión del sujeto que habla, que trabaja y que vive; de lo que se trataba entonces era de la formación de alguna de las «ciencias humanas», estudiadas con referencia a la práctica de las ciencias empíricas y a su discurso particular en los siglos XVII y XVIII (Las palabras y las cosas). Michel Foucault ha intentado asimismo analizar la constitución del sujeto tal como puede aparecer del otro lado de una partición normativa y llegar a ser objeto de conocimiento —en su condición de loco, de enfermo o de delincuente—: y ello a través de prácticas como las de la psiquiatría, la medicina clínica y el sistema penal (Historia de la locura, Nacimiento de la clínica, Vigilar y castigar). Michel Foucault ha emprendido actualmente, y siempre en el seno del mismo proyecto general, el estudio de la constitución del sujeto como objeto para sí mismo: la formación de los procedimientos mediante los cuales el sujeto es conducido a observarse a sí mismo, a analizarse, a descifrarse, a reconocerse como un dominio de saber posible. Se trata, en suma, de la historia de la «subjetividad», si por dicha palabra se entiende la manera en que el sujeto hace la experiencia de sí mismo en un juego de verdad en el que tiene relación consigo. No es que a Michel Foucault le haya parecido que la cuestión del sexo y de la sexualidad constituya el único ejemplo posible, pero sí, al menos, un caso bastante privilegiado; en efecto, ha sido con respecto a dicho asunto como, a través del cristianismo, y quizás antes, todos los individuos han sido interpelados a reconocerse como sujetos de placer, de deseo, de concupiscencia, de tentación y han sido solicitados, mediante medios diversos (autoexamen, ejercicios espirituales, declaración, confesión) a desplegar, en relación con ellos mismos y con lo que constituye la parte más secreta, más individual, de su subjetividad, el juego de lo verdadero y de lo falso. En suma, se trata de constituir en esta historia de la sexualidad un tercer postigo: viene a añadirse a los análisis de las relaciones entre sujeto y objeto o, para ser más precisos, al estudio de los modos según los cuales el sujeto pudo ser insertado como objeto en los juegos de verdad. Adoptar como hilo conductor de todos estos análisis la cuestión de las relaciones entre sujeto y verdad implica ciertas elecciones de método. Y ante todo un escepticismo sistemático ante los universa-

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les antropológicos, lo que no quiere decir que, de entrada, en bloque y de una vez por todas, se los rechace por completo, sino que no hay que admitir nada de tal orden que no resulte rigurosamente indispensable. Todo cuanto se nos propone en nuestro saber, con presunción de validez universal, en cuanto a la naturaleza humana o a las categorías que se le pueden aplicar al sujeto, pide ser probado y analizado: rechazar el universal de la «locura», de la «delincuencia» o de la «sexualidad» no significa que aquello a lo que tales nociones se refieren no sea nada o que éstas no son más que quimeras inventadas por la necesidad de una causa dudosa; antes bien, es mucho más que la simple constatación de que su contenido varía con el tiempo y las circunstancias; se trata de interrogarse sobre las condiciones que permiten, según las reglas del decir verdadero o falso, reconocer a un sujeto como enfermo mental o hacer que un sujeto reconozca la parte más esencial de sí mismo en la modalidad de su deseo sexual. Por tanto, la primera regla del método para este tipo de trabajo es ésta: elidir tanto como sea posible, para interrogarlos en su constitución histórica, los universales antropológicos (entendiendo también por tales los de un humanismo que hiciera valer los derechos, los privilegios y la naturaleza de un ser humano como verdad inmediata e intemporal del sujeto). Asimismo, hace falta dar la vuelta a la marcha filosófica de remontada hacia el sujeto constituyente al que se le pide dar cuenta de lo que puede ser todo objeto de conocimiento en general; se trata, más bien, de volver a descender al estudio de las prácticas concretas mediante las cuales el sujeto se constituye en la inmanencia de un dominio de conocimiento. También al respecto cabe tener cuidado: rechazar el recurso filosófico a un sujeto constituyente no conduce a hacer como si el sujeto no existiera y a hacer abstracción de él en beneficio de una objetividad pura; dicho rechazo tiene como mira hacer aparecer los procesos peculiares de una experiencia en la que el sujeto y el objeto «se forman y se transforman», uno por relación y en función del otro. El discurso de la enfermedad mental, de la delincuencia o de la sexualidad, no dicen lo que es el sujeto sino en cierto juego, y muy particular, de verdad; pero estos juegos no se imponen desde el exterior al sujeto, de acuerdo con una causalidad necesaria o con determinaciones estructurales; abren un campo de experiencia en el que el sujeto y el objeto no se constituyen uno y otro sino bajo ciertas condiciones simultáneas, pero en las que, a su vez, no dejan de modificarse el uno con relación al otro, y por tanto de modificar ese mismo campo de experiencia.

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De esto se sigue un tercer principio de método: el de dirigirse como dominio de análisis a las «prácticas», y abordar el estudio por el sesgo de lo que «se hace». Así pues, ¿qué se hacía de los locos, de los delincuentes o de los enfermos? Sin duda, esto se puede intentar deducir de la representación que se tenía de ellos o de los conocimientos que se creía poseer sobre ellos, las instituciones en las que se les colocaba y los tratamientos a los que se les sometía; de este modo se puede investigar cuál era la forma de las «verdaderas» enfermedades mentales o las modalidades de la delincuencia real en una época determinada para explicar lo que entonces se pensaba al respecto. Michel Foucault aborda las cosas de modo completamente diferente: estudia en primer lugar el conjunto de las maneras de hacer más o menos reguladas, más o menos reflexionadas, más o menos dotadas de finalidad, a través de las cuales se dibujan, a la par, lo que estaba constituido como real para los que buscaban pensarlo y gobernarlo, y la manera en que éstos se constituían como sujetos capaces de conocer, de analizar y posiblemente de modificar lo real. Éstas son las «prácticas», entendidas a la vez como modo de obrar y de pensar, que dan la clave de inteligibilidad para la constitución correlativa del sujeto y del objeto. Ahora bien, desde el momento en que a través de dichas prácticas se trata de estudiar los diferentes modos de objetivación del sujeto, se comprende la parte importante que al respecto ha de ocupar el análisis de las relaciones de poder. Pero aún es preciso definir lo que puede y lo que quiere ser un análisis de ese tipo. Evidentemente, no se trata de interrogar al «poder» sobre su origen, sus principios, o sus límites, sino que es cuestión de estudiar los procedimientos y técnicas que se utilizan en diferentes contextos institucionales para actuar sobre el comportamiento de los individuos considerados aisladamente o en grupo, para formar, dirigir o modificar su manera de conducirse, para imponer fines a su inactividad o para inscribirla en estrategias de conjunto; múltiples, por tanto, en su forma y en su lugar de ejercicio; diversos igualmente en los procedimientos y técnicas que despliegan. Dichas relaciones de poder caracterizan la manera en que los hombres son «gobernados» unos por otros, y su análisis muestra cómo, a través de ciertas formas de «gobierno», de los alienados, de los enfermos, de los criminales, etc., es objetivado el sujeto loco, enfermo, delincuente. Un análisis de este tipo no pretende decir que el abuso de tal o cual poder ha hecho locos, enfermos, criminales, allí donde no había nada de eso, sino que las formas diversas y particulares de «gobierno» de los individuos han sido determinantes en los diferentes modos de objetivación del sujeto.

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Se constata así cómo el tema de una «historia de la sexualidad» se puede inscribir en el interior del proyecto general de Michel Foucault: se trata de analizar la «sexualidad» como un modo de experiencia históricamente singular en el que el sujeto se objetiva para sí mismo y para los otros, a través de ciertos procedimientos precisos de «gobierno». MAURICE FLORENCE

23. EL CUIDADO DE LA VERDAD «Le souci de la vérité», entrevista con F. Ewald, Magazine littéraire, n° 207, mayo de 1984, págs. 18-23. —La voluntad de saber anunciaba prácticamente para el día siguiente una historia de la sexualidad. La continuación aparece ocho años después y siguiendo un plan muy distinto del que estaba anunciado. —He cambiado de parecer. Cuando un trabajo no es al mismo tiempo una tentativa para modificar lo que uno piensa e incluso lo que uno es, no es muy divertido. Había empezado a escribir dos libros de acuerdo con mi plan primitivo; pero muy pronto comencé a aburrirme. Era imprudente por mi parte y contrario a mis hábitos. —¿Por qué lo hizo, entonces? —Por pereza. Soñé que llegaría un día en que sabría con antelación lo que quería decir y que no tendría más que decirlo. Ha sido un reflejo de envejecimiento. Imaginé que había llegado finalmente a la edad que permite desarrollar lo que uno tiene en mente. Era al tiempo una forma de presunción y una reacción de abandono. Ahora bien, trabajar es proponerse pensar algo diferente de lo que se pensaba antes. —El lector creyó en ello. —Frente a él, tengo a la vez un poco de escrúpulo y una moderada confianza. El lector es como el oyente de un curso. Sabe perfectamente reconocer cuándo uno ha trabajado y cuándo uno se ha dado por satisfecho con contar lo que tiene en mente. Acaso estará decepcionado, pero no por el hecho de que no haya dicho nada distinto de lo que ya decía.

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—El uso de los placeres y El c u i d a d o de sí se ofrecen en primer lu^ gar como un trabajo de historiador positivo, como una sistematización de las morales sexuales de la Antigüedad. ¿Se trata efectivamente de eso? —Es un trabajo de historiador, pero con la precisión de que esos libros al igual que los demás, son un trabajo de historia del pensamiento. Eso no quiere decir sencillamente historia de las ideas o de las representaciones, sino también el intento de responder a esta pregunta: ¿cómo se puede constituir un saber? ¿En qué medida el pensamiento, en tanto que tiene una relación con la verdad, puede tener también una historia? Ésa es la pregunta que se plantea. Procuro responder a un problema preciso: nacimiento de una moral, de una moral en tanto que es una reflexión sobre la sexualidad, sobre el deseo, sobre el placer. Entiéndase bien que no hago u n a historia de las costumbres, de los comportamientos, una historia social de la práctica sexual, sino una historia de la manera en que el placer, los deseos, los comportamientos sexuales han sido problematizados, reflejados y pensados en la Antigüedad con respecto a cierto arte de vivir. Es evidente que este arte de vivir no ha sido practicado más que por un grupo pequeño de gente. Sería ridículo pensar que lo que Séneca, Epicteto o Musonio Rufo pudieran decir a propósito d e l comportamiento sexual representase de una u otra manera la práctica general de los griegos o de los romanos. Pero sostengo que el h e c h o de que sobre la sexualidad se hayan dicho esas cosas, de que h a y a n constituido una tradición que se encuentra traspuesta, metamorfoseada y profundamente revisada en el cristianismo constituye un h e c h o histórico. El pensamiento tiene igualmente una historia; el pensamiento es un hecho histórico, incluso aunque tenga otras dimensiones distintas de aquélla. Al respecto, estos libros son muy semejantes a los que he escrito sobre la locura o sobre la penalidad. En Vigilar y castigar, no quise hacer la historia de la institución prisión, lo que habría requerido un material muy distinto y un análisis de otro tipo. En cambio, me he preguntado cómo el pensamiento de la p u n i c i ó n tuvo, a finales del siglo xviH y a principios del xix, cierta historia. Lo que intento hacer es la historia de las relaciones que el pensamiento mantiene con la verdad; la historia del pensamiento en taxito que es pensamiento de la verdad. Todos los que dicen que p a r a mí la verdad no existe son espíri' tus simplistas. —Sin embargo, la verdad en El uso de los placeres y El cuidado de sí adquiere una forma muy diferente de la que tenía en las obras

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precedentes: esa forma penosa de la sujeción (assujettissem*nt),3 de la objetivación. —La noción que sirve de forma común a los estudios que he emprendido tras la Historia de la locura es la de la problematización, pese a que aún no había aislado suficientemente esta noción. Pero siempre se va hacia lo esencial para atrás, como los cangrejos, y las cosas más generales aparecen en último lugar. Es el precio y la recompensa de cualquier trabajo en el que las apuestas teóricas se elaboran a partir de cierto dominio empírico. En la Historia de la locura, la cuestión era saber cómo y por qué la locura, en un momento dado, fue problematizada a través de una determinada práctica institucional y de cierto aparato de conocimiento. Del mismo modo, en Vigilar y castigar se trataba de analizar los cambios en la problematización de las relaciones entre delincuencia y castigo a través de las prácticas penales y las instituciones penitenciarias a finales del siglo xviii y comienzos del siglo xix. Ahora la cuestión es: ¿cómo se problematiza la actividad sexual? Problematización no quiere decir representación de un objeto preexistente, así como tampoco creación mediante el discurso de un objeto que no existe. Es el conjunto de las prácticas discursivas o no discursivas que hace que algo entre en el juego de lo verdadero y de lo falso y lo constituye como objeto para el pensamiento (bien sea en la forma de la reflexión moral, del conocimiento científico, del análisis político, etc.). —El uso de los placeres y El cuidado de sí pertenecen sin duda a una misma problemática. No por ello parecen menos diferentes de las obras precedentes. —En efecto, he «invertido» el frente. En lo relativo a la locura había partido del «problema» que ésta podía constituir en un determinado contexto social, político y epistemológico: el problema que la locura les planteaba a los demás. Aquí, he partido del problema que la conducta sexual les podía plantear a los propios individuos (o por lo menos a los hombres de la Antigüedad). En un caso, se trataba en suma de saber cómo se «gobernaba» a los locos, ahora, cómo «se gobierna» uno a sí mismo. Pero añadiría inmediatamente que, en el caso de la locura, he intentado alcanzar a partir de ahí la constitución de la experiencia de sí mismo como loco, en el marco * Assujettissem*nt es tanto sometimiento como también el modo en que se conforman los sujetos. Es una sujeción que objetiva formas de subjetivación procurando sujetos sometidos, incluso expresamente subditos. Los textos citados liberan °tras posibilidades. (N. del ed.)

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de la enfermedad mental, de la práctica psiquiátrica y de la institución de los manicomios. Ahora quisiera mostrar cómo el gobierno de sí se integra en una práctica del gobierno de los demás. Son, en definitiva, dos vías inversas de acceso a una misma pregunta: cómo se forma una «experiencia» donde están ligadas la relación consigo mismo y la relación con los demás. —Me parece que el lector va a experimentar una doble extrañeza. La primera en relación con usted mismo, con lo que se espera de usted... —Perfecto. Asumo por completo esta diferencia. Ése es el juego. —La segunda extrañeza se refiere a la sexualidad, a las relaciones entre lo que usted descube y nuestra propia evidencia respecto a la sexualidad. —Sobre la extrañeza, tampoco hay que exagerar tanto. Es verdad que hay cierta doxa con respecto a la Antigüedad y a la moral antigua que a menudo se representa como «tolerante», liberal y risueña. Pero muchas personas saben, sin embargo, que en la Antigüedad hubo una moral austera y rigurosa. Los estoicos, como se sabe, estaban a favor del matrimonio y de la fidelidad conyugal. Al resaltar esta «severidad» de la moral pública no digo nada extraordinario. —Hablaba de extrañeza en relación con los temas que nos resultan familiares en el análisis de la sexualidad: los de la ley y de la prohibición. —Se trata de una paradoja que a mí mismo me ha sorprendido, incluso aunque la hubiera sospechado un poco en La voluntad de saber, al plantear la hipótesis de que no era a partir de los mecanismos de la represión como se podía analizar sencillamente la constitución de un saber sobre la sexualidad. Lo que me chocó de la Antigüedad es que los puntos sobre los que resulta más activa la reflexión acerca del placer sexual no son de ninguna manera los que representaban las formas tradicionalmente aceptadas de lo prohibido. Por el contrario, allí donde la sexualidad es más libre fue donde los moralistas de la Antigüedad se interrogaron con más intensidad y llegaron a formular las doctrinas más rigurosas. Baste el ejemplo más sencillo: el estatuto de las mujeres casadas les prohibía toda relación sexual fuera del matrimonio; pero sobre este «monopolio» apenas se encuentra reflexión filosófica, ni preocupación teórica. En cambio, el amor con los muchachos era libr e (con ciertos límites), y al respecto se elaboró toda una concepción

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de la moderación, de la abstinencia y del vínculo no sexual. Lo prohibido no es, por tanto, lo que permite dar cuenta de las formas de problematización. —Parece que usted vaya más lejos y a las categorías de la «ley», de la «prohibición», oponga las de «arte de vivir», «técnicas de sí», «estilización de la existencia». —Habría podido decir, utilizando métodos y esquemas de pensamiento bastante corrientes, que ciertas prohibiciones estaban efectivamente planteadas como tales y que otras, más difusas, se expresaban en la forma de la moral. Me parece más conforme a los ámbitos que yo trataba y a los documentos de los que disponía pensar esta moral en la misma forma en que los contemporáneos habían reflexionado sobre ella, a saber, en la forma de un arte de la existencia, mejor dicho, de una técnica de vida. Se trataba de saber cómo gobernar la propia vida para darle una forma que fuera la más bella posible (a los ojos de los demás, de uno mismo, de las generaciones futuras para las que podrá servir de ejemplo). He aquí lo que he intentado reconstituir: la formación y el desarrollo de una práctica de sí que tiene como objetivo constituirse a uno mismo como el artífice de la belleza de su propia vida. —Las categorías de «arte de vivir» y de «técnicas de sí» no tienen como único ámbito de validez la experiencia sexual de griegos y romanos. —No creo que haya moral sin cierto número de prácticas de sí. Puede suceder que estas prácticas de sí estén asociadas a numerosas estructuras de código, sistemáticas y coactivas. Incluso que casi se difuminen en beneficio de este conjunto de reglas que aparecen entonces como lo esencial de una moral. Pero también es posible hacer que constituyan el foco más importante y más activo de la moral y que alrededor de ellas se desarrolle la reflexión. Las prácticas de sí adquieren de este modo la forma de un arte de sí, relativamente independiente de una legislación moral. Con toda certeza, el cristianismo ha reforzado en la reflexión moral el principio de la ley y la estructura del código, incluso aunque las prácticas de ascetismo hayan conservado en él una gran importancia. —Nuestra experiencia, moderna, de la sexualidad comienza, pues, con el cristianismo. —El cristianismo antiguo aportó al ascetismo antiguo muchas e importantes modificaciones: intensificó la forma de la ley, pero también desvió las practicas de sí en la dirección de la hermenéutica de

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sí y del desciframiento de uno mismo como sujeto de deseo. La articulación ley y deseo parece bastante característica del cristianismo. —Las descripciones de las disciplinas en Vigilar y castigar nos habían habituado a las más minuciosas prescripciones. Es singular que las prescripciones de la moral sexual de la Antigüedad no tengan nada que envidiarlas desde este punto de vista. —Sin duda, hay que entrar en los detalles. En la Antigüedad, la gente estaba muy atenta a los elementos de la conducta a la vez que quería que todos les prestasen atención. Pero los modos de atención no eran los que se han conocido más tarde. Así, el acto sexual mismo, su morfología, la manera en que se busca y en que se obtiene su placer, el «objeto» del deseo, en general no parecen haber constituido un problema teórico muy importante en la Antigüedad. En cambio, el objeto de preocupación era la intensidad de la actividad sexual, su ritmo, el momento elegido; también lo era el papel activo o pasivo que se desempeñaba en la relación. Se encontrarán así mil detalles sobre los actos sexuales relacionados con las estaciones, con las horas del día, con el momento del reposo y del ejercicio, o incluso sobre la manera en que un muchacho debe conducirse para tener una buena reputación, pero no se hallarán esos catálogos de actos permitidos o prohibidos que serán tan importantes en la acción pastoral cristiana. —Las diferentes prácticas que usted describe, en relación con el cuerpo, con la mujer, con los muchachos parecen haber sido pensadas cada una por sí misma, sin estar ligadas mediante un sistema riguroso. Es otra diferencia con respecto a sus obras precedentes. —Leyendo un libro, me he enterado de que por lo visto yo había resumido toda la experiencia de la locura en la edad clásica mediante la práctica del internamiento. Ahora bien, la Historia de la locura está construida sobre la tesis de que ha habido, por lo menos, dos experiencias de la locura distintas entre sí: una, la del internamiento, y otra, una práctica médica que tenía orígenes lejanos. El hecho de que se puedan tener diferentes experiencias (tanto simultáneas como sucesivas) con una única referencia no tiene en sí nada de extraordinario. —La arquitectura de sus últimos libros recuerda el índice de >&• Ética a Nicómaco. b Usted examina una práctica tras otra. ¿Qué sirve b

Aristóteles, Ética Nicomáquea, Madrid, Gredos, 1985.

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entonces de vínculo entre la relación con el cuerpo, la relación con la casa, con la mujer, la relación con el muchacho? —Un determinado estilo moral que es el dominio de sí. La actividad sexual se representa, se percibe como violencia y por tanto se problematiza desde el punto de vista de la dificultad que existe para controlarla. La hybris es fundamental. En esta ética, hay que constituirse reglas de conducta gracias a las cuales se podrá asegurar este dominio de sí que se puede regir por tres principios diferentes: 1) La relación con el cuerpo y el problema de la salud. 2) La relación con las mujeres —a decir verdad, con la mujer y con la esposa en tanto que los cónyuges forman parte de la misma casa—. 3) La relación con esos individuos tan particulares que son los adolescentes, susceptibles de convertirse un día en ciudadanos libres. En estos tres dominios, el dominio de sí va a adoptar tres formas diferentes; no hay, tal como aparecerá con la carne y la sexualidad, un dominio que los unifique a todos. Entre las grandes transformaciones que el cristianismo aportará se encuentra ésta: que la ética de la carne vale lo mismo para los hombres que para las mujeres. En la moral antigua, por el contrario, el dominio de sí es sólo un problema para el individuo que deba ser dueño de sí y dueño de los demás, y no para quien debe obedecer. Por esta razón, la ética sólo concierne a los hombres y no tiene exactamente la misma forma según que se trate de las relaciones con su propio cuerpo o con la esposa o con los muchachos. —A partir de estas obras, la cuestión de la liberación sexual aparece como algo desprovisto de sentido. —Se puede decir que en la Antigüedad nos enfrentamos a una voluntad de regla, una voluntad de forma, una búsqueda de austeridad. ¿Cómo se ha formado? ¿Acaso esta voluntad de austeridad no es sino la simple traducción de una prohibición fundamental? O, por el contrario, ¿no ha sido ella la matriz de la que se derivan a continuación ciertas formas generales de prohibiciones? —¿Propone usted entonces una inversión completa en la manera tradicional de enfrentarse a la cuestión de las relaciones de la sexualidad con lo prohibido? —En Grecia había prohibiciones fundamentales. La prohibición del incesto, por ejemplo. Pero éstas sólo retenían mínimamente la atención de los filósofos y de los moralistas, si se las compara con la gran preocupación por conservar el dominio de sí. Cuando Jenofonte expone las razones por las que el incesto está prohibido, ex-

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plica que si uno se casara con su madre, la diferencia de edad sería tal que los hijos no podrían ser ni hermosos ni saludables. —Sófocles, sin embargo, parece haber dicho algo distinto. —Lo interesante es que esta prohibición, grave e importante, pueda estar en el corazón de una tragedia. Y, sin embargo, no está en el centro de la reflexión moral. —¿Por qué hay que interrogarse sobre esos períodos que alguien considerará que están muy lejanos? —Parto de un problema en los términos en que se plantea actualmente e intento hacer su genealogía. Genealogía quiere decir que yo mismo lo analizo a partir de una cuestión presente. —¿Cuál es, pues, la cuestión aquí presente? —Durante mucho tiempo algunos se han imaginado que el rigor de los códigos sexuales, en la forma en que los conocemos, les era indispensable a las sociedades llamadas «capitalistas». Ahora bien, la suspensión de los códigos y la dislocación de las prohibiciones se han hecho sin duda con más facilidad de lo que se había creído (lo que parece indicar efectivamente que su razón de ser no era lo que se creía); y el problema de una ética entendida como forma que uno debe dar a su conducta y a su vida se ha planteado de nuevo. En definitiva, uno se engañaría cuando creyese que toda la moral estaba en las prohibiciones y que la suspensión de éstas resolvía por sí sola la cuestión de la ética. —¿Ha escrito usted estos libros para los movimientos de liberación? —No para, sino en función de una situación actual. —Usted ha dicho, a propósito de Vigilar y castigar, que era su «primer libro». ¿No se podría utilizar la expresión más acertadamente con ocasión de la aparición de El uso de los placeres y El cuidado de sí? —Escribir un libro es en cierta manera abolir el precedente. Finalmente, uno se da cuenta de que lo que ha hecho —consuelo y decepción— está bastante cerca de lo que uno ya ha escrito. —Usted habla de «desprenderse de uno mismo». ¿Por qué tan singular voluntad? —¿Que puede ser la ética de un intelectual —reivindico este término de intelectual que, en estos tiempos, parece provocarles náu-

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seas a algunos—, sino esto: volverse capaz permanentemente de desprenderse de sí mismo (cosa contraria a la actitud de conversión)? Si hubiera querido ser exclusivamente un universitario, lo más sabio habría sido sin duda haber elegido un solo campo en el cual hubiera desplegado mi actividad, aceptando una problemática dada e intentando o bien ponerla en práctica, o bien modificarla en algunos puntos. Entonces habría podido escribir libros como los que había pensado al programar, en La voluntad de poder, seis volúmenes de la historia de la sexualidad, sabiendo con antelación lo que quería hacer y dónde quería ir. Ser a la vez un universitario y un intelectual es procurar hacer que actúe un tipo de saber y de análisis que se enseña y se recibe en la universidad de tal forma que modifique no solamente el pensamiento de los demás, sino también el propio. Este trabajo de modificación del propio pensamiento y del de los demás me parece que es la razón de ser de los intelectuales. —Sartre, por ejemplo, daba más bien la imagen de un intelectual que pasó su vida desarrollando una intuición fundamental. Esta voluntad de «desprenderse de uno mismo» parece singularizarle a usted. —No sabría decir si aquí hay algo singular. Pero lo que sostengo es que este cambio no adopta la forma ni de una súbita iluminación que «abre los ojos» ni de una permeabilidad a todos los movimientos coyunturales; querría que eso fuera una elaboración de sí por sí mismo, una transformación estudiosa, una modificación lenta y ardua en constante cuidado de la verdad. —Las obras precedentes han dado de usted una imagen de pensador del encierro, de los sujetos sometidos, constreñidos y disciplinados. El uso de los placeres y El cuidado de sí nos ofrecen una imagen completamente diferente de sujetos libres. Parece que aquí hubiera una importante modificación dentro de su pensamiento. —Habría que volver al problema de las relaciones entre el saber y el poder. Creo, en efecto, que a los ojos del público soy quien ha dicho que el saber se confundía con el poder, que aquél no era sino una fina máscara puesta sobre las estructuras de dominación y que éstas eran siempre opresión, encierro, etc. Sobre lo primero responderé con una carcajada. Si hubiera dicho, o querido decir, que el saber era el poder, lo habría dicho y, habiéndolo dicho, no tendría nada que añadir, puesto que al identificarlos no veo por qué me habría empeñado en mostrar sus diferentes relaciones. Precisamente me he esforzado por ver cómo ciertas formas de poder que

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eran del mismo tipo podían dar lugar a saberes extremadamente diferentes en su objeto y en su estructura. Tomemos el problema de la estructura hospitalaria, que dio lugar al internamiento del tipo psiquiátrico, a lo que correspondió la formación de un saber psiquiátrico, cuya estructura epistemológica nos puede dejar bastante escépticos. Pero en otro libro, El nacimiento de la clínica, he intentado mostrar cómo en esta misma estructura hospitalaria se había desarrollado un saber anatomopatológico, que ha fundado una medicina de una fecundidad científica muy distinta. Así pues, tenemos estructuras de poder, formas institucionales bastante cercanas: —internamiento psiquiátrico, hospitalización médica—, a las que están ligadas formas de saber diferentes, entre las que se pueden establecer relaciones, relaciones de condición, y no de causa a efecto, ni a fortiori de identidad. Los que dicen que, para mí, el saber es la máscara del poder no me parece que tengan capacidad de comprender. Apenas les puedo responder. —Lo que sin embargo considera útil hacer en este momento. —Lo que en efecto me parece importante hacer ahora. —Sus dos últimas obras marcan algo así como un paso de la política a la ética. En esta ocasión con toda certeza se espera de usted una respuesta a la pregunta: ¿qué hay que hacer, qué hay que querer? —El papel de un intelectual no consiste en decir a los demás qué han de hacer. ¿Con qué derecho lo haría? Acordémonos de todas las profecías, promesas, mandatos imperativos y programas que los intelectuales han podido formular en el curso de los dos últimos siglos cuyos efectos se han visto ahora. El trabajo de un intelectual no es modelar la voluntad política de los otros; es, por los análisis que lleva a cabo en sus dominios, volver a interrogar las evidencias y los postulados, sacudir los hábitos, las maneras de actuar y de pensar, disipar las familiaridades admitidas, recobrar las medidas de las reglas y de las instituciones y, a partir de esta reproblematización (donde el intelectual desempeña su oficio específico), participar en la formación de una voluntad política (donde ha de desempeñar su papel de ciudadano). —En los últimos tiempos se les ha reprochado con insistencia a los intelectuales su silencio. —Incluso a destiempo no hay que entrar en esta controversia, cuyo punto de partida era una mentira. En cambio, el hecho mismo de esta campaña no carece de interés. Hay que preguntarse

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por qué los socialistas y el gobierno la han lanzado o recuperado, exponiéndose a hacer que aparezca entre ellos y toda una opinión de izquierda un divorcio que no les convenía. A primera vista, y en algunos, se daba sin duda el revestimiento evidente de un mandato: «Callaos», que quiere decir: «Puesto que no queremos escucharos, callaos». Pero, con más seriedad, había, en ese reproche algo así como una demanda y un ruego: «Habladnos un poco de eso que tanto necesitamos. Durante todo el período en que hemos administrado tan difícilmente nuestra alianza electoral con los comunistas, evidentemente no era cuestión de que mantuviéramos el menor discurso que se apartara de una ortodoxia "socialista" aceptable para ellos. Había entre ellos y nosotros bastantes temas de desavenencia como para que añadiéramos éste. Así pues, en ese período, teníais que callaros y dejar que os tratásemos, por las necesidades de nuestra alianza, de "pequeña izquierda", de "izquierda americana" o "californiana". Pero una vez que hemos llegado al gobierno, necesitamos que habléis y que nos proporcionéis un discurso con una doble función: que manifieste la solidez de una opinión de izquierda a nuestro alrededor (mejor sería el de la fidelidad, aunque nos contentaríamos con el de la adulación); pero que también diga una realidad —económica y política— que habíamos mantenido anteriormente con esmero al margen de nuestro propio discurso. Necesitamos que otros a nuestro lado sostengan un discurso de la racionalidad gubernamental, que no sería ni el mentiroso de nuestra alianza, ni el desnudo de nuestros adversarios de derecha (éste que hoy mantenemos nosotros). Queremos volver a introduciros en el juego; pero nos habéis abandonado en medio del vado y ahora os quedáis sentados en la orilla». A lo cual los intelectuales podrían responder: «Cuando presionamos para cambiar de discurso, nos condenasteis en nombre de vuestras consignas más gastadas. Y ahora que cambiáis de frente, bajo la presión de una realidad que no habéis sido capaces de percibir, nos pedís que os proveamos, no del pensamiento que os permitiría afrontarlo, sino del discurso que disfrazaría vuestro cambio. El mal no procede, como se dijo, del hecho de que los intelectuales han dejado de ser marxistas en el momento en que los comunistas llegaban al poder, radica en el hecho de que los escrúpulos de vuestra alianza os han impedido, en el momento oportuno, hacer con los intelectuales el trabajo de pensamiento que os habría vuelto capaces de gobernar. Y de gobernar de otro modo que con vuestras viejas consignas y con las técnicas mal rejuvenecidas de los otros.»

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—¿Hay una dirección común en las diferentes intervenciones que ha tenido usted en política y en particular en lo referente a Polonia? —Intentar plantear algunas preguntas en términos de verdad y ¿ e error. Cuando el ministro de Asuntos Exteriores dijo que el golpe de Jaruzelski era un asunto que sólo afectaba a Polonia, ¿era verdad? ¿Es verdad que Europa es tan poca cosa que su partición y la dominación comunista que se ejerce más allá de una línea arbitraria no nos conciernen? ¿Es verdad que el rechazo de las libertades sindicales elementales en un país socialista es un asunto sin importancia en un país gobernado por socialistas y comunistas? Si es verdad que la presencia de comunistas en el gobierno no tiene influencia sobre las grandes decisiones de política exterior, ¿qué debemos pensar de este gobierno y de la alianza sobre la que reposa? Estas preguntas ciertamente no definen una política, pero son preguntas a las que quienes definen la política deberían responder. —¿Correspondería el papel que se atribuye usted en política a ese principio de un «hablar libre» convertido por usted en tema de sus cursos en estos últimos dos años? —Nada más inconsistente que un régimen político indiferente a la verdad; pero nada más peligroso que un sistema político que pretenda prescribir la verdad. La función de «decir la verdad» 0 no tiene que adoptar la forma de la ley, así como sería vano creer que reside con pleno derecho en los juegos espontáneos de la comunicación. La tarea del decir verdadero es un trabajo infinito: respetarla es una obligación que ningún poder puede economizar. A reserva de que imponga el silencio de la servidumbre.

c Aunque Foucault también emplea a veces un explícito dire la vérité, la reiterada utilización en esta ocasión —y no sólo en ella— de dire vrai permite otra lectura de lo que, sin duda, puede considerarse asimismo como un efectivo «decir la verdad». Pero eso no supone decir algo ya concluido, es la tarea de un decir de verdad, no sólo un verdadero decir, sino un decir verdadero, que se inscribe en espacios de juegos de verdad, de transformación y de creación. (A/, del ed.)

24. EL RETORNO DE LA MORAL «Le retour de la morale», entrevista con G. Barbedette y A. Scala, 29 de mayo de 1984, Les Nouvelles littéraires, n° 2.937, 28 de junio-5 de julio de 1984, págs. 36-41. Ultima entrevista que Foucault, a pesar de su gran agotamiento, acepta y que se elabora, de hecho, a partir de dos entrevistas entrecruzadas. Al terminar su transcripción, Foucault estaba ya hospitalizado y encargó a Daniel Defert su revisión. Apareció tres años después de su muerte, con un título, quizás desafortunado, puesto por la redacción de la revista. Dada la amistad del joven filósofo Andrés Scala con Gilles Deleuze, la concesión de esta entrevista se ha considerado como un gesto discreto de amistad hacia éste último.

—Lo que llama la atención en la lectura de sus últimos libros es una escritura nítida, pura, pulida y muy diferente del estilo al que nos tenía acostumbrados. ¿A qué se debe ese cambio? —Estoy releyendo los manuscritos que redacté para esta historia de la moral relativos al comienzo del cristianismo (tales libros —y ésa es una razón de su retraso— están presentados en orden inverso al de su escritura). Al releer estos manuscritos abandonados desde hace tiempo, encuentro en ellos un idéntico rechazo del estilo de Las palabras y las cosas, de la Historia de la locura o de Raymond Roussel. Y debo decir que me supone un problema, ya que tal ruptura no se ha producido progresivamente. El haberme separado por completo de ese estilo ocurrió de manera muy brusca, a partir de 1975-1976, en la medida en que tenía en mente hacer una historia del sujeto que no fuera la de un acontecimiento que se habría producido un día concreto y del que hiciera falta contar su génesis y su desenlace. —Al desprenderse de cierto estilo, ¿no ha llegado usted a ser más filósofo que antes?

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—Admitiendo —¡y lo admito!— que con Las palabras y las cosas La historia de la locura, incluso con Vigilar y castigar haya practicado un estudio filosófico esencialmente fundado sobre cierto uso del vocabulario, del juego, de la experiencia filosófica y que me entregué a él de cuerpo entero, bien es verdad que ahora trato de desprenderme de esta forma de filosofía. Y está claro que lo hago para servirme de ello como campo de experiencia para estudiar, planificar y organizar. De tal manera que este período que, a ojos de algunos, puede pasar como una no-filosofía radical es, al mismo tiempo, una manera de pensar más radicalmente la experiencia filosófica. —¿Parece que usted hace explícitas cosas que sólo se podían leer entre líneas en sus obras precedentes? —Debo decir que yo no vería así las cosas. Me parece que en la Historia de la locura, en Las palabras y las cosas y también en Vigilar y castigar mucho de lo que se encontraba implícito no podía hacerse explícito debido a la manera en que planteaba los problemas. Intenté señalar tres grandes tipos de problemas: el de la verdad, el del poder y el de la conducta individual. Estos tres ámbitos de la experiencia no pueden comprenderse sino unos en relación con los otros y no se pueden comprender los unos sin los otros. Lo que me perjudicó en los libros precedentes es el haber considerado las dos primeras experiencias sin tener en cuenta la tercera. Haciendo aparecer esta última experiencia, me pareció que ahí había una especie de hilo conductor que para justificarse no tenía necesidad de recurrir a métodos ligeramente retóricos mediante los cuales se sorteaba uno de los tres ámbitos fundamentales de la experiencia. —La cuestión del estilo compromete también la de la existencia. ¿Cómo se puede hacer del estilo de vida un gran problema filosófico? —Difícil cuestión. No estoy seguro de poder dar una respuesta. Creo que, en efecto, la cuestión del estilo es central en la experiencia antigua: estilización de la relación con uno mismo, estilo de conducta y estilización de la relación con los otros. La Antigüedad no ha dejado de plantear la cuestión de saber si era posible definir un estilo común a esos diferentes dominios de conducta. Efectivamente, el descubrimiento de este estilo habría permitido, sin duda, acceder a una definición del sujeto. La unidad de una «moral de estilo» no comenzó a ser pensada sino bajo el Imperio romano, en los siglos il y ni, e inmediatamente en términos de código y de verdad.

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—Un estilo de existencia, eso es admirable. ¿Y usted ha encontrado admirables a esos griegos? —No. —¿M ejemplares ni admirables? —No. —¿Cómo los ha encontrado? —No muy perfectos. Chocaron enseguida contra lo que me parece ser el punto de contradicción de la moral antigua: entre, por una parte, esa búsqueda obstinada de cierto estilo de existencia y, por otra, el esfuerzo de hacerla común a todos, estilo que vincularon sin duda más o menos oscuramente con Séneca y Epicteto, pero que no encontró la posibilidad de investirse más que dentro de un estilo religioso. Toda la Antigüedad me parece que ha sido un «profundo error». —Usted no es el único en introducir la noción de estilo en historia; Peter Brown lo hace en La génesis de la Antigüedad tardía. 3 —El uso que hago de «estilo» lo tomo en gran parte de Peter Brown. Pero lo que voy a decir ahora no se refiere a lo que él ha escrito, y no le compromete en modo alguno. Esta noción de estilo me parece muy importante en la historia de la moral antigua. Acabo de hablar mal de esta moral, pero se puede intentar hablar bien de ella. Ante todo, la moral antigua no se dirigía más que a un pequeño número de individuos y no pedía que todo el mundo obedeciera al mismo esquema de comportamiento. No concernía más que a una minoría de entre todos, e incluso de entre los libres. Había varias formas de libertad: la libertad del jefe de Estado o del jefe del ejército no tenía nada que ver con la del sabio. Después, esta moral se extendió. En la época de Séneca, y con más razón en la de Marco Aurelio, debía valer, eventualmente para todo el mundo; jamás era cuestión de hacer de ella una obligación para todos. Era un asunto de elección para los individuos; cada uno podía llegar a compartir esta moral. De modo que incluso es muy difícil saber del todo quién participaba de esta moral en la Antigüedad y bajo el Imperio. Así pues, estamos muy lejos de las conformidades morales cuyos esquemas elaboran los sociólogos y los historiadores dirigiéndose a una supuesta población media. Lo que Peter Brown y yo intentamos hacer permite aislar, en lo que tienen de a

Brown (P.) y Lamont (R.), The Making of Late Antiquity, 1978.

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singular, a individuos que han desempeñado un papel en la moral antigua o el cristianismo. Estamos en los comienzos de estos estudios sobre el estilo y sería interesante ver cuál ha sido la difusión de esta noción desde el siglo iv a.C. hasta el siglo i de nuestra era. —No se puede estudiar la moral de un filósofo de la Antigüedad sin tener en cuenta, al mismo tiempo, toda su filosofía, y en particular cuando se piensa en los estoicos. Se dice que precisamente porque Marco Aurelio no tiene ni física ni lógica, su moral se vuelve más bien hacia lo que usted llama el código que hacia lo que denomina la ética. —Si entiendo bien, ustedes hacen de esta larga evolución el resultado de una pérdida. Verían en Platón, Aristóteles y los primeros estoicos una filosofía particularmente equilibrada entre las concepciones de la verdad, de la política y de la vida privada. Poco a poco, del siglo m a.C al siglo n de nuestra era, la gente habría abandonado los interrogantes sobre la verdad y sobre el poder político, y se habría preguntado sobre las cuestiones de la moral. De hecho, de Sócrates a Aristóteles, la reflexión filosófica, en general, constituía la matriz de una teoría del conocimiento, de la política y de la conducta individual. Y después, la teoría política entró en regresión porque la ciudad antigua desapareció y fue reemplazada por las grandes monarquías que sucedieron a Alejandro. La concepción de la verdad, por razones más complicadas, pero parece que del mismo orden, entró igualmente en regresión. Finalmente se llegó a esto; en el siglo i la gente dijo: la filosofía no tiene que ocuparse en absoluto de la verdad en general, sino de estas verdades útiles: la política y, sobre todo, la moral. Tenemos así la gran escena de la filosofía antigua: Séneca, que comienza a hacer filosofía exactamente durante el tiempo en que está en excedencia de actividad política. Es exilado, vuelve al poder, lo ejerce, después retorna a un semiexilio y muere en un exilio total. En estos períodos el discurso filosófico toma para él todo su sentido. Este fenómeno tan importante, esencial, es, si se quiere, la desgracia de la filosofía antigua, o en todo caso, el punto histórico a partir del cual ha dado lugar a una forma de pensamiento que se reencontraría en el cristianismo. —En varias ocasiones parece hacer usted de la escritura una práctica de sí privilegiada. ¿Está la escritura en el centro del «cultivo de sí»? —Es cierto que la cuestión de sí mismo y de la escritura de s no ha sido central, pero siempre ha sido muy importante en la for

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mación de sí. Tomemos por ejemplo a Platón y dejemos de lado a Sócrates, que no se conoce sino a través de aquél. Platón es alguien del que lo menos que se puede decir es que no ha cultivado la práctica de sí como práctica escrita, como práctica de memoria o como práctica de redacción de sí a partir de sus recuerdos. Si bien ha escrito considerablemente sobre cierto número de problemas políticos, morales y metafísicos, los textos que en el debate platónico testimonian relación a sí mismo parecen relativamente reducidos. Otro tanto ocurre con Aristóteles. Por el contrario, a partir del siglo i de nuestra era, se ven numerosos escritos que obedecen a un modelo de escritura como relación con uno mismo (recomendaciones, consejos y opiniones dados a los alumnos, etc.). Bajo el Imperio, a la gente joven se le enseñaba a comportarse como es debido durante las lecciones que se le daban, aprendían a continuación, pero sólo a continuación, a formular sus cuestiones, después se les enseñaba a dar su opinión, a formular esas opiniones en forma de lecciones y finalmente en forma didáctica. Prueba de ello son los textos de Séneca, de Epicteto y de Marco Aurelio. Yo no sería en absoluto de la opinión de que la moral antigua ha sido a lo largo de toda su historia una moral de la atención a sí mismo, aunque llegó a serlo en cierto momento. El cristianismo introdujo perversiones y modificaciones bastante considerables cuando organizó funciones penitenciales extremadamente dilatadas que implicaban que uno se tiene en cuenta a sí mismo y que se relata al otro, pero sin que en ello haya nada escrito. Por otra parte, el cristianismo desarrolló en la misma época, o poco tiempo después, un movimiento espiritual de conexión de las experiencias individuales —por ejemplo, la práctica del diario— que permitía calibrar, o en todo caso estimar, las reacciones de cada uno. —Entre las prácticas de sí modernas y las prácticas de sí griegas hay, me parece, enormes diferencias. ¿No tienen nada que ver unas con otras? —¿Nada que ver? Sí y no. Desde un punto de vista filosófico estricto, la moral de la Antigüedad griega y la moral contemporánea no tienen nada en común. Por el contrario, si se toman estas morales en lo que prescriben, conminan y aconsejan, están extraordinariamente próximas. De lo que se trata es de hacer aparecer la proximidad y la diferencia y, a través de su juego, mostrar cómo el mismo consejo dado por la moral antigua puede jugar de modo diferente e n un estilo de moral contemporánea.

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—Parecería que tenemos una experiencia de la sexualidad muy

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